La primera sensación fue el calor. Un calor tibio, humano. Lucien abrió los ojos con dificultad; la luz le hería la vista. El aire olía a lluvia y a tierra húmeda. El jardín ya no existía. Tampoco la mansión. Solo quedaba un paisaje cubierto de neblina blanca, con pétalos suspendidos en el aire, flotando como cenizas de un incendio antiguo.
Ariadna estaba a su lado. Dormía, envuelta en su manto de nieve. Su respiración era lenta, tranquila. Lucien la observó con una devoción silenciosa; había olvidado lo hermoso que era verla así, sin miedo, sin dolor, sin la sombra del Padre entre ellos. Le rozó la mejilla. Ella abrió los ojos. Y cuando lo miró, su corazón se detuvo un instante.
—Lucien… — dijo su nombre con una voz temblorosa, como si aún dudara de que pudiera usarla.
Él se inclinó sobre ella, conmovido.
—Tú… puedes hablar.
—Sí. —Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa débil — Pero no sé dónde estamos.
Lucien la ayudó a incorporarse. A su alrededor, un vasto campo de lirios blancos se extendía hasta el horizonte. No había sol, solo una claridad sin origen. Era un mundo detenido entre el día y la noche, entre la vida y la muerte.
—Esto no es la mansión —susurró Ariadna.
—No —dijo Lucien, mirando hacia el cielo que no era cielo— Es algo que Azazel construyó dentro de mí.
Ella lo miró sin entender. Lucien apretó los dientes; cada palabra era una herida que abría otra más profunda.
—Cuando caímos… él no desapareció. Solo cambió de lugar. Está aquí —golpeó su pecho con el puño— Vive en mí.
El silencio fue un grito sin eco. Ariadna extendió la mano y la apoyó sobre su corazón. El latido que sintió no era solo humano: había otro ritmo debajo, un pulso más lento, más oscuro, más antiguo. El corazón de la Bestia. Lucien bajó la cabeza, y su voz se quebró:
—A veces lo oigo cuando respiro, cuando pienso en ti. Susurra que te destruya. Susurra que el amor no existe, que solo el hambre es real.
Ariadna le tomó el rostro entre las manos.
—Entonces mírame —dijo con dulzura— Y deja que yo te recuerde qué es real.
Sus labios se encontraron. El beso fue un incendio. No era ternura, era necesidad. Era el instinto de dos almas que sabían que podían romperse en cualquier momento y, aun así, se buscaban. Lucien la estrechó contra su cuerpo. Su respiración era un temblor; su corazón, una furia. Ariadna tembló entre sus brazos, pero no de miedo. Era deseo. Era vida. Era amor disfrazado de condena. Cuando se separaron, Lucien la miró con desesperación y ternura mezcladas.
—Si me pierdo otra vez —dijo—, prométeme que huirás.
—No —susurró ella, apoyando su frente contra la suya— Si te pierdes, te seguiré al infierno.
Él cerró los ojos. Y fue entonces cuando el aire cambió. Un murmullo invisible se deslizó entre ellos. Era una voz grave, apenas un suspiro. Venía de dentro de Lucien.
Qué fragilidad tan deliciosa… Amar a lo que te devora.
Lucien retrocedió, con el rostro desencajado.
El eco de Azazel resonaba dentro de su mente, más fuerte. El suelo comenzó a agrietarse, los lirios se marchitaban al instante. Ariadna lo sujetó del brazo, intentando retenerlo.
—¡Lucien! No lo escuches.
—No puedo callarlo —jadeó él, apretándose la cabeza entre las manos— Está dentro de mí, lo siento moverse…
—Lucha —le rogó ella— Recuerda lo que somos.
Él la miró, los ojos brillando con lágrimas… y un destello dorado cruzó sus pupilas.
—No sé quién soy cuando me mira —murmuró— A veces pienso que soy él.
La tierra se abrió bajo sus pies. Ariadna lo abrazó con fuerza. Los lirios se convirtieron en llamas azules. Y de la grieta emergió una figura difusa, una sombra con el rostro de Lucien… pero los ojos completamente dorados. Era Azazel, usando su forma.
—¿Ves, Ariadna? —dijo con voz calma— Lo amas tanto que ya no distingues entre el hombre y el monstruo. ¿A quién de los dos estás abrazando ahora?
Ella tembló, pero no se apartó.
—A ambos —susurró—. Porque no puedo separarlos.
Azazel sonrió, satisfecho.
—Entonces sufrirás por los dos.
La sombra lo tocó, y el cuerpo de Lucien se arqueó de dolor. Ariadna gritó, pero el sonido se perdió entre los susurros del viento. Azazel se desvaneció en humo, dejando tras de sí una marca en el pecho de Lucien: un círculo dorado con una espina negra en el centro. Lucien cayó de rodillas. Ariadna lo sostuvo, con lágrimas corriendo por su rostro.
—¿Qué te hizo?
—Una promesa —jadeó él, temblando— Si te vuelvo a amar como antes, esa marca despertará. Y yo me convertiré en él.
El viento sopló con un lamento grave. Los lirios se cerraron, como si el mundo guardara silencio ante la profecía. Lucien levantó el rostro, el fuego reflejado en sus ojos.
—Entonces, Ariadna… si llega el momento en que me pierda por completo…
—No lo harás.
—Si llega —repitió, tomándole el rostro— mátame antes de que él pueda hacerlo.
Ariadna sintió el alma romperse. Pero no respondió. Solo lo abrazó, en silencio, bajo el cielo sin sol de aquel mundo falso. Y mientras lo hacía, la marca del pecho de Lucien brilló levemente, como si el Padre se riera desde dentro.
Cada vez que Lucien la ama, la marca arde un poco más. Y el día en que el amor los una por completo, Azazel nacerá de nuevo.
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Editado: 07.11.2025