Las noches no existían en aquel lugar.
El cielo no cambiaba, y aun así, Ariadna sentía cómo el tiempo se volvía una herida abierta, un pulso lento que la mantenía prisionera entre la vida y el delirio. Lucien dormía a su lado. Cada vez que ella lo observaba, tenía miedo de perderlo. No porque muriera sino porque despertara siendo otro. El dorado de sus venas latía bajo la piel como si algo antiguo intentara abrirse paso.
Ariadna apoyó su mano sobre su pecho desnudo. La marca ardía con una luz suave, pero constante, como una amenaza respirando. Podía sentir el calor, la energía que la rechazaba y la llamaba al mismo tiempo. Entonces lo oyó. Una voz. Susurrante. Masculina. No provenía de Lucien, sino del aire.
¿A qué le temes, pequeña? ¿A perderlo? ¿O a descubrir que nunca fue tuyo?
El sonido fue como un soplo en su oído.nAriadna se levantó de golpe. El horizonte estaba cubierto de lirios muertos y nubes doradas. Azazel. Su figura se formó entre la bruma, imponente, perfecta. Vestía de negro, pero su piel era tan clara que parecía esculpida por el fuego. Sus ojos dorados la miraban con la calma de un dios que no necesita destruir: solo desear.
—¿Qué quieres? —susurró ella, y su voz tembló.
—Verte jugar —respondió él, sonriendo— No hay placer más grande que observar cómo el amor se convierte en miedo.
Ariadna lo enfrentó, aunque su cuerpo temblaba.
—No me tendrás.
—No quiero tenerte. —Azazel avanzó lentamente, su presencia llenando el aire— Quiero que entiendas. Quiero que veas lo que él es cuando no estás.
La bruma se quebró. A su alrededor aparecieron reflejos de Lucien.
Lucien en diferentes versiones: uno riendo con malicia, otro besando mujeres desconocidas, otro cubierto de sangre, con ojos vacíos.
—No, no es real —dijo ella, retrocediendo.
—Lo es. —Azazel le tomó la barbilla con suavidad— Es cada parte de él que tú te negaste a ver. Lo amas como si fuera luz, pero nació de mi oscuridad.
Ariadna intentó apartarse, pero él la sujetó por la muñeca. Su toque era fuego y hielo al mismo tiempo.
—Déjalo —susurró— Déjalo antes de que te destruya.
—No puedo.
—¿Por amor? —Azazel rió con ternura cruel— No, pequeña. Es orgullo. Quieres ser la única que lo salve cuando en el fondo sabes que lo amas precisamente porque no puedes salvarlo.
Ella sintió las lágrimas arderle los ojos.
—No entiendes lo que siento.
—Oh, sí lo entiendo. —Azazel la acercó más, su aliento rozando su piel—. Porque es mío también.
Ariadna tembló. Su respiración se volvió errática. El deseo que Azazel proyectaba era peligroso, denso, irresistible. Era la versión del amor que corrompe, que destruye, que convierte la ternura en sumisión.
—Eres parte de él —susurró— No puedes desearme.
—¿Y por qué no? —preguntó él, sin apartarse— Si cuando él te toca, soy yo quien siente el fuego.
Ariadna cerró los ojos. Un instante más, y habría caído. Pero entonces, el sonido de un gemido la despertó. Lucien. Ella giró, y lo vio. Lucien estaba arrodillado a unos metros, con el cuerpo temblando, la cabeza entre las manos. Su piel brillaba como si las venas ardieran desde dentro.
—¡Lucien! —corrió hacia él, pero una pared invisible la detuvo.
Azazel la tomó por la cintura y la obligó a mirar.
—¿Ves? —susurró con placer perverso— Ya no necesitas tocarlo para hacerle daño. Tu amor lo consume, igual que su deseo te quema a ti.
Son dos llamas alimentándose una a otra. Lucien levantó la cabeza. Su mirada no era la del hombre que ella conocía. Era fría, salvaje.
— Ariadna… — su voz era un rugido y una súplica al mismo tiempo — No te acerques.
—Lucien…
—¡No te acerques!
El suelo tembló. El círculo dorado en su pecho se abrió, dejando escapar un resplandor. Azazel rió, satisfecho.
—El amor no lo salva. El amor me invoca.
La figura de Lucien se dobló de dolor, su cuerpo entre espasmos. De su espalda brotaron líneas negras, como alas quemadas. Ariadna gritó, intentando romper la barrera que la separaba.
—¡Lucien, mírame! ¡No eres él! ¡No lo eres!
Lucien levantó la mirada. Y por un segundo, solo uno, su voz humana volvió.
—Corre…
La barrera se quebró.nAriadna corrió hacia él y lo abrazó con todas sus fuerzas. El contacto los unió, pero el fuego la envolvió también. Su piel se volvió luz y sombra a la vez.vAzazel los observó, su sonrisa triunfal.
—Perfecto. —susurró — Ahora comparten la misma sangre. Ya no hay diferencia entre el amante y la Bestia.
La luz estalló. El campo de lirios desapareció. Solo quedó el eco del último suspiro de Lucien.
Cuando Ariadna abre los ojos, Lucien ya no está. En su lugar, de pie frente a ella, se encuentra un hombre idéntico…
pero con los ojos completamente dorados. Y su voz, grave y seductora, dice:
—Soy el que él intentó matar dentro de sí. Y ahora… soy tuyo.
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Editado: 07.11.2025