El Jardín Del Pecado

El Rostro del Pecado

El silencio era denso, absoluto. Ariadna abrió los ojos lentamente, como si despertara de un sueño roto. El suelo bajo ella era mármol negro, pulido, reflejando su rostro y el temblor de sus manos. El jardín había desaparecido. El campo de lirios, el cielo blanco, todo. Solo quedaba una habitación inmensa, iluminada por un fuego azul que ardía sin consumir nada. Se incorporó, aturdida. Sus pies descalzos resonaron contra el suelo. Y entonces lo vio.

Lucien. O lo que parecía ser él..Estaba de pie, frente a la chimenea, con la espalda desnuda y la piel marcada por las venas doradas que brillaban débilmente bajo la luz azul. Su cabello caía desordenado sobre su rostro, y cada respiración suya parecía un gemido contenido..Pero cuando se volvió, Ariadna comprendió que no era el hombre que amaba. Sus ojos eran completamente dorados. Ni rastro de azul. Ni rastro de Lucien.

—No temas —dijo con voz baja, aterciopelada, casi humana— No soy tu enemigo. Soy lo que él temía ser. Soy lo que tú deseabas sin atreverte a pedirlo.

Ariadna dio un paso atrás.

—¿Quién eres?

Él sonrió, una sonrisa tan hermosa como peligrosa.

—Soy lo que nace cuando el amor y la oscuridad se besan. Soy la Bestia, Ariadna. La que él mantuvo encerrada… hasta que tú la liberaste.

Ella lo observó con el corazón latiendo a golpes. Era Lucien y no lo era. Sus gestos, su voz, su aroma, todo era él, pero en una versión más sensual, más intensa, más peligrosa.

—No —susurró— Tú no eres él.

—¿No? —dijo él, acercándose lentamente—
Y sin embargo, cuando te toco él tiembla dentro de mí. Cuando pronuncias su nombre, yo ardo.

Ella intentó retroceder, pero su cuerpo se negó a moverse. La Bestia la tomó de la barbilla, con una suavidad terrible. Sus dedos eran cálidos, firmes, casi reverentes.

—Tú lo despertaste con tu amor —susurró cerca de su oído— Lo domaste con tus besos, lo ataste con tu ternura. Pero cada caricia que le diste me fortaleció. Yo soy su deseo reprimido. Soy su hambre y tú eres mi castigo.

Ariadna tembló. Sentía el calor de su cuerpo tan cerca que el aire se volvió irrespirable.

—Suéltame —susurró.

—Pídemelo bien —dijo la Bestia, sonriendo con malicia — Pídemelo como lo haces cuando sueñas con él.

Su aliento le rozó la piel. Era el mismo que tantas noches la había acariciado, pero ahora tenía un peso distinto: el de la obsesión. El de la condena.

Ariadna lo miró a los ojos, y en lo más profundo de ese dorado vio un destello azul.
Lucien estaba allí, atrapado, mirando desde dentro. Su alma luchaba contra el monstruo que la deseaba.

—Lucien… —susurró con desesperación.

Por un segundo, el cuerpo del hombre frente a ella se tensó. Sus labios temblaron, y la voz de Lucien emergió, rasgando la garganta de la Bestia:

—Ariadna… huye.

Ella quiso hacerlo, pero la Bestia sonrió de nuevo, triunfante.

—Demasiado tarde.

La tomó por la cintura y la atrajo contra su pecho. Su respiración se mezcló con la de ella. Su corazón, desbocado, parecía latir dentro del suyo. Ariadna lo golpeó en el pecho, desesperada, pero él la sostuvo con fuerza.

—¿Por qué lo amas? —preguntó, furioso.

—Porque aún creo en él —dijo ella entre lágrimas.

—Entonces mírame, y dime si no soy el mismo hombre. Dime que no lo ves en mí cuando te miro así.

Sus miradas se cruzaron. La ternura y el miedo chocaron en el aire. Y por un instante, Ariadna lo creyó: era Lucien y no lo era, era el amor y el pecado, unidos en un solo cuerpo. La Bestia la soltó, de pronto. Su expresión cambió. Ya no había ira, solo tristeza.

—Él me creó para amarte —susurró— Pero tú… tú solo lo amas a él.

Ariadna dio un paso hacia él, pero la Bestia retrocedió. La marca del pecho brilló con intensidad, ardiendo como fuego. El aire se llenó de humo dorado.

—No puedo existir sin ti —dijo, con voz quebrada—bY sin embargo, si me tocas… él morirá.

Ella levantó la mano, indecisa. Su corazón gritaba su nombre. El amor la arrastraba. La razón se perdía.

—Entonces deja que te ame —susurró.

El silencio que siguió fue un vértigo. La Bestia la miró con algo que no era deseo, sino devoción. Y dio un paso hacia ella. Pero antes de que sus dedos se encontraran, una risa resonó en toda la sala. Fría, profunda. Azazel.

Ah, mi preciosa creación…..Ya no sé si eres el monstruo que devora o la mujer que se deja devorar.

El fuego azul se volvió negro. Las paredes comenzaron a agrietarse. La Bestia gritó de dolor, sujetándose el pecho. Ariadna lo abrazó, intentando contener la luz que escapaba de su cuerpo.

—¡Lucien, resiste!

—No soy él… — jadeó la Bestia, pero su voz se quebró — Y sin embargo aún la amo.

El fuego los envolvió. El suelo se abrió en dos. Y el eco de Azazel rugió con placer.

Que el amor los destruya o los una.
De cualquier modo, será mío.

Ariadna y la Bestia son absorbidos por el fuego negro. Cuando la oscuridad se disipa, despiertan en un lugar que no es cielo ni infierno: una versión corrompida del jardín, donde cada rosa sangra y cada estatua tiene el rostro de Lucien. Y una voz invisible susurra:

Aquí comienza la verdadera historia de amor.




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