El aire olía a ceniza y rosas muertas.
Ariadna abrió los ojos entre la penumbra y comprendió que el jardín había resucitado… pero distorsionado. Las flores no eran rojas, sino del color de la sangre seca. Los árboles, retorcidos, lloraban savia oscura. Y en el centro, entre las ruinas cubiertas de enredaderas negras, lo vio.
Lucien. Desnudo hasta la cintura, con el cuerpo cubierto de marcas doradas que brillaban como fuego bajo la piel. El viento agitaba su cabello, y su respiración era un gemido contenido, entre placer y sufrimiento. Ariadna sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo. Cada parte de él parecía hecha para perderla. Pero lo que la detuvo fue su mirada. Dorada, vacía. La mirada de la Bestia. Él habló sin mirarla:
—Este jardín no es real. Es la memoria de lo que destruimos.
Ariadna dio un paso, la voz temblorosa.
—¿Dónde estamos?
—Dentro de mí —respondió— Donde el amor y la condena se mezclan hasta no distinguirse.
Ella lo observó con el corazón dividido. Su rostro era el mismo del hombre que amaba, pero su aura era distinta, salvaje, peligrosa. El monstruo y el amante coexistían, separados solo por la fe de ella. Lucien la miró por fin. Y su voz cambió. Más baja, más humana.
—No debiste seguirme.
Ariadna se acercó sin miedo.
—Siempre lo haré.
—¿Aunque me pierda? —preguntó él.
—Especialmente si te pierdes.
Su respuesta encendió algo en él. Lucien dio un paso hacia ella. Su respiración se mezcló con la de ella. Su cuerpo ardía.
—No sabes lo que me haces, Ariadna.
Ella lo miró a los ojos.
—Sí lo sé.
Él alzó una mano y rozó su rostro. Su toque era fuego. El deseo era una promesa y una amenaza al mismo tiempo.
—El amor debería salvarnos —dijo él—. Pero lo nuestro solo puede destruirnos.
—Entonces destruyámonos juntos —susurró ella.
Él la besó. Y el mundo tembló. El beso fue violento, desesperado, lleno de amor y dolor. Las flores se abrieron y sangraron. Las estatuas lloraron lágrimas negras. El jardín entero respondió al deseo de ellos, retorciéndose, vivo, dolido.
Lucien la alzó en brazos, y el fuego dorado lo envolvió. Sus labios recorrieron su cuello, su piel, con una devoción casi sagrada. Pero entre el placer, la marca de su pecho volvió a arder. Un resplandor negro se filtró en el aire. Él se detuvo, jadeando. Sus ojos se volvieron completamente dorados.
—No… no puedo… — susurró — Él me observa.
Ariadna tomó su rostro entre las manos.
—Mírame. Solo a mí.
—No entiendes —jadeó, luchando contra algo invisible— Cada vez que te toco él se alimenta. Cada caricia, cada beso, es una grieta por donde Azazel entra en mí.
Ella no retrocedió. Sus dedos temblaron sobre la piel de su rostro.
—Entonces que me consuma contigo.
Lucien la besó otra vez, con una desesperación animal. El fuego y la oscuridad se entrelazaron a su alrededor. El jardín rugía. El suelo se abría en grietas doradas. El deseo era tan intenso que dolía. Y entonces, la voz. Profunda. Burlona. La voz del Padre.
Tan fácil es convertir el amor en pecado.
Lucien cayó de rodillas, gritando. Su cuerpo se arqueó como si mil cuchillas lo atravesaran. Ariadna se arrodilló con él, llorando.
—¡No! ¡Lucien, no lo dejes entrar!
La Bestia levantó la cabeza. Pero su voz no era la suya. Era la de Azazel.
—Él ya no está, pequeña. Solo yo.
Ariadna retrocedió, horrorizada. El rostro de Lucien la miraba, pero los ojos eran los del Padre. Dorados, infinitos, crueles.
—¿Qué hiciste con él? —susurró. Azazel sonrió con ternura enferma.
—Le di descanso. Ahora solo quedas tú y yo.
Ella negó con la cabeza, las lágrimas cayendo sin control.
—No, él vive dentro de ti. Y yo lo sacaré.
Azazel caminó hacia ella, sin apartar la vista de sus ojos.
—¿De verdad crees que puedes salvarlo? Si lo haces, morirás con él. Y si lo dejas me amarás a mí.
Ariadna sintió el aire helarse. Su corazón era una tempestad. Azazel la tomó del mentón con un gesto casi amoroso.
—Yo no lo creé para que me temiera. Lo hice para que me amara. Pero él eligió amarte a ti.
Su voz se volvió más suave, más peligrosa.
—Así que te haré una oferta. Bésame y él volverá.
Ariadna lo miró, el alma en guerra. El hombre que amaba estaba atrapado en aquel cuerpo. Su mente le gritaba que huyera, pero su corazón la traicionó. Dio un paso hacia él. El aire ardía. El deseo era veneno. La maldición, tentación. Azazel sonrió.
—Eso es, mi pequeña flor. Demuéstrame que tu amor no tiene límites.
Ella cerró los ojos. Y justo cuando iba a tocar sus labios, un rugido estremeció el jardín.
Lucien. El fuego dorado estalló desde su cuerpo, empujando a Azazel hacia atrás..Su voz resonó, furiosa, viva:
—¡No la toques!
El Padre cayó al suelo, sorprendido, mientras el cuerpo de Lucien temblaba, partido entre luz y oscuridad.nAriadna corrió hacia él..Lo abrazó con desesperación. El mundo se partía en dos. Lucien la miró, los ojos mitad dorados, mitad azules.
—Si no puedo salvarme —susurró— te juro que te amaré hasta el último infierno.
Y el jardín explotó en una lluvia de pétalos negros. Cuando el humo se disipa, Ariadna está sola.nFrente a ella, de pie entre los restos del jardín, hay dos figuras idénticas.Uno es Lucien. El otro también. Pero uno la mira con amor, y el otro con hambre.
El verdadero juego de Azazel acaba de comenzar.
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Editado: 07.11.2025