El amanecer nunca llegó del todo.
Una penumbra gris envolvía la mansión, suspendida entre la noche y el día, entre el cielo y el infierno. Ariadna se encontraba junto a la cama, observando a Lucien respirar. Su pecho subía y bajaba con lentitud, pero bajo la piel podía verse el pulso doble de sus dos corazones. Uno dorado, otro azul. Uno humano otro maldito.
Las sombras del dormitorio se movían por voluntad propia. El aire olía a fuego y a deseo. Ariadna sabía que Azazel seguía allí, observándolos, acechando desde los rincones de la oscuridad. Lucien abrió los ojos. El azul brilló primero, suave, tembloroso.
—¿Ariadna…? —susurró, con voz ronca— ¿Estoy vivo?
Ella sonrió con lágrimas en los ojos y lo acarició.
—Sí, mi amor. Estás conmigo.
Lucien cerró los ojos, buscando refugio en su voz. Pero un segundo después, su respiración cambió. El aire se volvió más pesado, su cuerpo más tenso. Los ojos se abrieron otra vez y eran dorados.
—No lo llames mi amor —dijo la Bestia, su voz baja y peligrosa— No después de todo lo que he hecho por tenerte.
Ariadna retrocedió un paso. El cambio era inmediato. El mismo cuerpo, la misma voz pero otra presencia. Lucien la miraba como si fuera un milagro que debía proteger. La Bestia la miraba como si fuera una promesa que debía cumplirse.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella, temblando.
La Bestia sonrió.
—Lo mismo que él. Tu alma. Tu cuerpo. Tu rendición.
Ariadna negó con la cabeza, el corazón acelerado.
—No eres real. Eres una maldición.
—Soy su otra mitad —susurró él, acercándose con lentitud, sin apartar la mirada— Y sin mí, él dejaría de existir.
Ella retrocedió hasta chocar con la pared. Su respiración se volvió un hilo de voz.
—No puedes obligarme.
—¿Obligarte? —dijo, sonriendo con ternura peligrosa— No, Ariadna. Solo te mostraré lo que él oculta.
Su mano rozó su mejilla, y un escalofrío recorrió su cuerpo. El calor que emanaba de él era adictivo, sofocante. El fuego se extendió por su piel como una caricia maldita. De pronto, su voz cambió. Más suave. Más humana. El azul volvió por un instante.
—No lo escuches… —dijo Lucien, con la respiración entrecortada— Él me quiere muerto.
Pero la Bestia tomó el control de nuevo, sonriendo con crueldad.
—Mírame bien, Ariadna. ¿No ves que soy lo que él teme ser contigo?bEl deseo que reprime cada vez que te toca, la oscuridad que niega cuando te dice que te ama.
Ella lloró.
—No. Tú no lo amas.
—Lo amo más de lo que él puede soportar.
Lo amo porque soy él. Y tú me hiciste fuerte cuando lo besaste.
La habitación se llenó de fuego. Las cortinas ardieron sin consumirse. El corazón de Lucien brillaba bajo su piel, latiendo a un ritmo inhumano. La Bestia se inclinó hacia ella. Su aliento era calor y tormenta.
—¿Quieres salvarlo? —susurró.
—Sí.
—Entonces ámame también.
Ella lo miró con horror.
—Eso es imposible.
—No lo es —dijo él, con una tristeza que no parecía fingida— Porque cuando me temes ya me amas.
Sus labios rozaron los de ella, apenas. Un toque, pero suficiente para encender el mundo. El fuego se volvió dorado. El aire ardía. Y en medio de esa llama, la voz de Azazel resonó como un canto blasfemo.
—El amor y el deseo nunca fueron opuestos solo máscaras del mismo pecado.
Lucien cayó de rodillas, gritando. Su cuerpo convulsionó. Ariadna lo sostuvo, llorando. El fuego los envolvía. El alma humana y la Bestia guerreaban dentro de él, chocando como tormentas. Dentro de su mente, la batalla era un infierno. Lucien estaba en medio de un abismo de espejos. De un lado, veía su rostro humano: el que lloraba por ella, el que solo deseaba abrazarla. Del otro, veía su sombra: el que la deseaba con rabia, el que quería marcarla, poseerla, hacerla suya hasta el alma.
—No puedes matarme —susurró la Bestia, dentro de su mente— Porque si muero, tú también. Yo soy tu amor en su forma más pura, sin miedo, sin límites.
Lucien gritó, golpeando el suelo. Azazel apareció ante él, majestuoso, con una sonrisa triunfante.
—Déjalo ir, Lucien. Ríndete. No hay salvación.
Solo el fuego puede curarte.
Lucien levantó la mirada, los ojos ardiendo.
—Entonces arderé. Pero no dejaré de amarla.
El fuego interior estalló. El cuerpo de Lucien brilló con una luz que parecía provenir de ambos mundos. Ariadna lo abrazó con fuerza, intentando contenerlo. La Bestia rugió dentro de él, queriendo liberarse. Pero algo cambió. El fuego dorado se tornó azul.
Y por un instante, el silencio dominó.
Lucien abrió los ojos. Azul y dorado al mismo tiempo. Dos almas, un cuerpo.
Una misma mirada que amaba y deseaba con igual intensidad. Ariadna lo acarició, temblando.
—¿Lucien?
Él la miró, sonriendo débilmente.
—No sé si soy yo, o si soy él. Pero te amo. Y ya no quiero elegir.
La besó. Y el beso fue una mezcla de devoción y fuego. El amor y el deseo fundidos. El hombre y la Bestia reconciliados por un instante. Pero en el fondo del cuarto, Azazel observaba con una sonrisa oscura.
—Muy bien, hijo mío —susurró— Ahora que ya no hay diferencia entre ambos el infierno puede comenzar.
El fuego se apagó. El aire quedó en calma.
Y de las sombras, una tercera figura emergió: una versión perfecta de Lucien, con ojos completamente negros. Cuando Ariadna intenta hablar, el nuevo Lucien sonríe.
—Yo soy lo que quedó cuando el amor y la Bestia se fundieron.
—¿Y quién eres tú? —susurra ella.
—Tu perdición… y tu última oportunidad de salvarlo.
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Editado: 07.11.2025