El Jardín Del Pecado

La Maldición del Deseo

La lluvia caía con lentitud, acariciando los vitrales rotos del salón principal. A través del cristal empañado, Ariadna observaba cómo las gotas dibujaban caminos de fuego sobre la piedra oscura. El aire estaba impregnado de ese perfume antiguo que siempre acompañaba a Lucien: rosas, humo y algo más profundo, como hierro caliente y deseo.

Lucien estaba sentado frente a la chimenea, los codos sobre las rodillas, la mirada perdida en las llamas. El fuego reflejaba dos luces distintas en sus ojos: una azul, otra dorada. El equilibrio era frágil. Él lo sabía. Ella también.

Ariadna se acercó despacio, su corazón latiendo con la dulzura de quien teme romper un hechizo. Lucien levantó la vista. Su expresión era tan suave que dolía.

—A veces… creo que el amor es una forma de tortura —dijo, con voz baja. Ella se sentó junto a él.

—Si lo es, prefiero seguir sufriendo contigo —susurró.

Lucien sonrió, con ternura infinita. La miró como quien observa un milagro.

—No merezco esa pureza, Ariadna.
Cada vez que me tocas, algo dentro de mí despierta algo que no debería vivir.

—Esa parte también te ama —respondió ella con firmeza.

—No, esa parte te desea —dijo, apartando la mirada— Y no hay deseo sin destrucción.

Ariadna tomó su mano.

—Yo no tengo miedo de ti.

—Pero deberías… — susurró él, y entonces, sus dedos temblaron.

La llama de la chimenea creció. El aire se volvió pesado. Su respiración cambió. Y por un instante, el azul desapareció. Sus ojos se tornaron dorados, y su voz perdió toda dulzura.

—No sabes lo que dices —murmuró, con una intensidad que erizaba la piel— Si supieras cuánto te ansío huirías. Quiero poseerte hasta que no quede nada de ti, hasta que tu alma solo respire mi nombre.

Ariadna lo miró sin moverse. El miedo estaba allí, pero mezclado con algo más fuerte: fascinación. El magnetismo de la bestia era imposible de resistir. Lucien se inclinó hacia ella, su aliento cálido rozando su cuello. Su voz era una promesa y una amenaza.

—Puedo sentir cómo tiembla tu corazón. Y cada latido me llama.

Por un momento, sus labios se rozaron. El deseo era tan intenso que parecía doblar la realidad. Pero antes de consumirse, Lucien se apartó bruscamente. Se llevó las manos al rostro, jadeando.

—No… no puedo…

Su cuerpo se estremeció. El azul volvió a sus ojos, mezclado con lágrimas.

—Perdóname, Ariadna. Yo no, no quería.

Ella se acercó, lo abrazó. Su pecho vibraba con el temblor de su dolor

—No me pidas perdón por amarme —susurró ella.

—No es amor lo que me quema… —dijo él, con la voz rota— Es él. Lo siento dentro. Su voz su poder.

En ese instante, el fuego de la chimenea se volvió negro. Azazel se materializó entre las llamas, con una sonrisa que podía quebrar almas.

—Qué hermoso espectáculo —dijo, mirando a Lucien— El amor que intenta salvarte y el deseo que te reclama.

Lucien se levantó, temblando.

—Déjala fuera de esto.

—¿Fuera? —repitió Azazel, divertido— Ella es el centro de esto. Tu castigo y tu bendición.
Tu tentación eterna.

Lucien apretó los puños. La marca del pecho brilló con intensidad. El poder de Azazel lo atravesó como un veneno. Su cuerpo se arqueó, su respiración se rompió. Ariadna corrió hacia él, pero una fuerza invisible la empujó hacia atrás.

—Tócala —susurró Azazel en su mente—Haz que sienta lo que eres en realidad. Muéstrale que el amor no existe sin sometimiento.

Lucien gritó, resistiendo. Sus venas doradas palpitaban. Pero el poder del Padre era demasiado fuerte. Su mirada volvió a encenderse en dorado. Su voz cambió.

—Ariadna… — susurró con voz ronca, caminando hacia ella — No luches. Déjame amarte como yo sé hacerlo. Déjame ser tu infierno.

Ella retrocedió, las lágrimas cayendo.

—Lucien, no eres tú.

—Sí lo soy —dijo con una mezcla de deseo y dolor— Y aunque me odie por ello, te deseo más de lo que puedo soportar.

La atrapó contra la pared, su respiración ardiente contra su cuello. Sus manos la rodearon, temblorosas, como si lucharan contra sí mismas. El fuego de su mirada era devastador. Ariadna, sin poder contenerse, tocó su rostro.

—No me pierdas… —susurró.

Lucien cerró los ojos. El azul volvió a aparecer, débil, agónico. Él retrocedió, cayendo de rodillas.

—Dios mío ¿qué soy?

Azazel se rió, y su voz llenó toda la mansión.

—Eres mi obra perfecta. El amor que devora.
La ternura que mata.

Lucien lo miró con lágrimas, impotente.

—No la toques.

—Ya lo hice —susurró Azazel— Con cada beso que le diste, un pedazo de mí creció dentro de ti. Y pronto no quedará nada del hombre que ella ama.

Lucien gritó con furia, una explosión de fuego y viento que apagó todas las luces. El suelo se agrietó, las paredes temblaron. El poder del amor y del infierno se mezclaron en un solo grito. Y cuando el silencio volvió, Azazel había desaparecido pero su sombra quedó.

Ariadna se arrodilló junto a él. Lucien estaba temblando, con los ojos cerrados, su respiración quebrada.

—Lo siento —susurró, con la voz apenas audible— No sé cuánto más podré protegerte de mí.

Ella lo abrazó con fuerza.

—Entonces déjame quedarme. Si vas a caer caeré contigo.

Lucien la miró, los ojos mitad azules, mitad dorados, y en ellos brillaba un amor tan puro que dolía. Pero detrás, en lo más profundo de su alma, Azazel sonreía. Esa noche, mientras Ariadna duerme a su lado, Lucien se levanta en silencio. Camina hasta el espejo. Su reflejo le sonríe con ojos dorados.

—Pronto —dice la voz de Azazel desde dentro— Ella no sabrá quién besa primero el hombre o el demonio.




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