El Jardín Del Pecado

El Lamento de la Carne

La noche había caído sobre la mansión como una maldición que respiraba.
Las sombras parecían vivas; se deslizaban por las paredes, susurrando nombres, memorias y deseos prohibidos. El fuego en la chimenea ardía con una llama que no era roja ni dorada, sino de un azul enfermo, como si el propio infierno hubiera aprendido a temblar.

Lucien se encontraba de pie frente al espejo, el pecho desnudo, la piel marcada por líneas que brillaban como raíces de luz..Sus manos temblaban. Dentro de él, las dos almas rugían, una rogando amar, la otra exigiendo poseer. El reflejo le devolvía su mismo rostro, pero con una sonrisa que no le pertenecía.

—¿Cuánto más resistirás? —susurró Azazel desde el cristal— El amor no es virtud, Lucien. Es hambre.

Lucien apretó los dientes.

—No volverás a tocarla.

—Pero tú ya lo hiciste —respondió el demonio, divertido— Cada vez que la abrazas, yo respiro a través de ti. Cada beso que le das me alimenta.

El dolor recorrió su cuerpo, una corriente caliente que lo hizo doblarse. Sus venas brillaron como fuego líquido. Y entonces escuchó su voz.

—Lucien…

Ariadna estaba detrás de él, envuelta en una bata de seda blanca, con el cabello suelto y los ojos húmedos por el insomnio. Lucien giró apenas. Su corazón se contrajo al verla. Nadie podía parecer tan frágil y tan fuerte al mismo tiempo. Ella caminó hacia él, ignorando el fuego que aún temblaba en su piel.

—No puedo verte así —dijo, colocando una mano en su pecho— No quiero que sigas luchando contra ti mismo.

Lucien cerró los ojos, su respiración entrecortada.

—Ariadna no sabes lo que pides. Si dejo de luchar, ya no seré yo.

—Sí lo serás —susurró ella— Serás todo lo que eres, sin miedo. El hombre que amo y la bestia que intento comprender.

Su ternura fue su ruina. La suavidad de su voz, el temblor de sus dedos, el perfume de su piel. Lucien sintió la fisura abrirse dentro de él. El deseo, que había aprendido a callar, despertó con violencia. La tomó del rostro. Su tacto era cálido, desesperado.

—Te amo… — susurró. Y la besó.

El beso fue una guerra y una rendición al mismo tiempo. Sus labios ardían, su respiración era fuego, sus manos temblaban entre la devoción y la posesión. Ariadna se aferró a él, sintiendo que cada fibra de su cuerpo respondía a ese amor imposible.

Pero detrás de ese beso, algo más se despertó. El azul de los ojos de Lucien se desvaneció, sustituido por el oro brillante de la Bestia. El aire se llenó de electricidad.
La temperatura subió.

Lucien la empujó suavemente contra la pared, sin romper el contacto. Su voz se volvió un susurro oscuro, lleno de deseo y de culpa.

—No sabes lo que provocas…

—Entonces enséñame —respondió ella, sin miedo.

El fuego de la chimenea se elevó, y durante un instante, el mundo pareció contener el aliento. La Bestia sonrió con los labios de Lucien.

—Si me entregas tu alma, él vivirá. Si me amas sin temor, ambos serán uno.

Ariadna tembló, entre el amor y el vértigo.

—¿Y si no puedo elegir?

—Entonces te elegiré yo.

Lucien se estremeció, su rostro volviendo a ser humano por un segundo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No escuches su voz —rogó— No es mía.
Pero cada vez que te miro siento que ya no soy capaz de distinguirme de él.

Ella lo abrazó, con el corazón latiendo con furia.

—Entonces déjame amarte como eres.

—No —susurró él, con un tono que era plegaria y condena— Porque si me amas del todo, no habrá retorno.

El aire cambió..Azazel apareció detrás del espejo, su silueta reflejada pero no presente.
Su sonrisa era una herida abierta.

—Qué hermosa contradicción —susurró— El amor que intenta salvar y termina devorando.

Lucien gritó, cayendo de rodillas. El fuego lo rodeó..Sus venas se abrieron en líneas doradas que ardían como lava. Ariadna quiso ayudarlo, pero una fuerza invisible la retuvo. Azazel extendió su mano desde el reflejo.

—Es hora de decidir, Lucien. ¿Eres el amante o la bestia?

Lucien alzó la mirada, los ojos brillando con una furia indescriptible.

—Soy ambos. Y si tengo que arder para amarla, que el infierno me trague.

El fuego estalló, envolviéndolos. Ariadna gritó su nombre. Cuando la luz se disipó, él ya no estaba. Solo su bata blanca flotaba en el aire, empapada de ceniza y perfume. En el suelo, entre las brasas, un susurro escapó del aire

No lo busques fuera, Ariadna. Porque ahora vive dentro de ti.

Ella llevó las manos a su pecho.

Y bajo su piel, el corazón de Lucien comenzó a latir.




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