El Jardín Del Pecado

El Perdón de las Cenizas

La noche parecía suspendida en un sueño.
Ni el viento se atrevía a moverse entre las ruinas del salón. Solo el fuego de las velas permanecía encendido, oscilando suavemente, como si escuchara el último eco de una batalla perdida y ganada al mismo tiempo. Lucien respiraba con dificultad. El dolor en su pecho era insoportable. Podía sentir su corazón latiendo lejos de él, en otro lugar, en otro cuerpo. Cada latido no lo mantenía vivo lo desgarraba.

Ariadna lo sostenía entre sus brazos, sus dedos entrelazados con los de él.

—Resiste, amor mío —le suplicó— Te prometo que volverá a ti.

Lucien cerró los ojos. Su alma se agitaba, desbordando una angustia tan profunda que el aire alrededor comenzó a vibrar. Y entonces, lo sintió. Una conexión invisible. Una línea de fuego que unía su cuerpo con algo distante, algo que latía con un ritmo idéntico al suyo.

Azazel.

El demonio caminaba solo entre los restos del abismo. Su piel ardía, pero no por las llamas del infierno, sino por algo nuevo, extraño. El corazón dorado que sostenía entre sus manos palpitaba suavemente, y con cada pulso, un sentimiento lo atravesaba.

Al principio, fue dolor. Luego culpa. Por siglos, había conocido solo el poder, el miedo y la obediencia. Había moldeado a su hijo con la dureza del hierro, creyendo que solo el sufrimiento lo haría fuerte. Pero ahora, al sentir su corazón dentro de sí, comprendía la verdad de Lucien.

Cada latido traía consigo una emoción humana: ternura, nostalgia, amor. Y con ellas, recuerdos que no le pertenecían. Risas, abrazos, la mirada de Ariadna brillando entre lágrimas, el modo en que Lucien pronunciaba su nombre con reverencia.

Azazel cayó de rodillas. Sus manos temblaron. Por primera vez, lloró.

—¿Qué es esto…? —susurró, mirando el corazón que latía contra su pecho — ¿Por qué duele tanto?

Una voz, débil pero firme, resonó en su mente.

Porque estás sintiendo, padre. Por primera vez, sientes como yo sentí.

Lucien apareció frente a él. No como cuerpo, sino como alma. Su forma era translúcida, dorada, temblorosa. Su mirada, sin embargo, estaba llena de compasión. Azazel lo observó, incrédulo.

—No deberías poder entrar aquí. Estoy en el abismo. En el final de todo.

Lucien dio un paso adelante.

—Donde hay amor, nunca hay final. Solo comienzos.

El demonio bajó la cabeza. El fuego de su piel se desvanecía. El orgullo, su máscara más antigua, se quebraba en mil pedazos.

—No entiendo ¿Por qué sigues hablándome con tanta paz, después de todo lo que te hice? Te destruí una y otra vez. Te robé el alma, el cuerpo, el corazón.

Lucien sonrió débilmente.

—Porque eres mi padre. Y aunque me hiciste daño, también me diste algo que no pedí la vida. Y con ella, la posibilidad de amar.

Azazel levantó la vista, con los ojos llenos de lágrimas ardientes. Su voz fue apenas un murmullo.

—El amor. Esa palabra siempre la confundí con posesión. Creí que si te ataba a mí, si te encerraba, si te hacía mío, estaría completo.
Pero solo me hundí más en la oscuridad.

Lucien se acercó más. Su luz comenzó a envolver al demonio, templada, cálida.

—Eso es lo que hace el miedo, padre. Nos hace creer que poseer es amar. Y que perder es morir. Pero amar es soltar. Amar es dejar libre lo que uno teme perder.

Azazel cerró los ojos. El corazón dorado en su pecho comenzó a latir más fuerte, sincronizándose con la presencia de Lucien.
Cada latido era una confesión. Cada pulso, un perdón.

—Lucien… —murmuró con la voz quebrada—
No sabía cómo amar. No sabía cómo ser padre. Creí que dándote mi poder te protegería del dolor. Y lo único que hice fue condenarte.

Lucien extendió la mano y la colocó sobre el pecho del demonio. El resplandor se expandió, llenando el abismo con una luz que nunca había existido allí.

—Entonces aprende ahora, padre. Ama, no con el fuego que destruye, sino con el que da calor. No con la mano que encadena, sino con la que sostiene.

Azazel lloró. El fuego en su cuerpo se apagó del todo, y por primera vez, sintió frío. Un frío humano. Real..Vivo.

Y en ese instante, comprendió lo que su hijo y la humana habían querido enseñarle. El amor no era prisión. Era redención. Apretó el corazón entre sus manos y lo miró una última vez, antes de devolvérselo a quien verdaderamente pertenecía.

—Tómalo, hijo mío —dijo con voz ronca, pero llena de ternura— Ya no puedo cargarlo más.
Este corazón no me pertenece. Nunca lo hizo.

Lucien lo miró con lágrimas de luz, extendiendo las manos. El corazón dorado flotó en el aire, girando lentamente, hasta posarse sobre su pecho. Cuando lo hizo, un resplandor azul y dorado los envolvió a ambos.

El cuerpo del demonio se volvió cenizas luminosas. Pero antes de desaparecer, sus ojos se encontraron una vez más.

—Perdóname, Lucien. Por haber confundido el amor con el miedo. Por haber intentado hacerte mi reflejo, en lugar de dejarte ser mi esperanza.

Lucien lo observó con dulzura y dolor.

—Te perdono, padre. Y te amo.

Azazel sonrió..Y sus últimas palabras fueron un susurro que flotó entre los rayos de luz:

—Entonces… ya soy libre.

El resplandor estalló, bañando el abismo con una claridad que ninguna oscuridad pudo contener.

Ariadna despertó en la habitación, con el amanecer filtrándose por los ventanales.
Lucien dormía a su lado, su rostro en paz, su respiración serena. Cuando abrió los ojos, ella vio algo que nunca antes había visto: su corazón brillando desde dentro, como un sol atrapado en su pecho. Él tomó su mano y la besó.

—Volvió… —susurró.

—Sí — dijo ella, sonriendo entre lágrimas — Y con él, también tú.

Lucien la abrazó, hundiendo su rostro en su cuello. En ese momento, ambos supieron que la guerra había terminado. Pero algo más había nacido.




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