El Jardín Del Pecado

El Hombre del Espejo de Cristal

La paz duró solo lo que tarda un corazón en latir. Lucien observaba el amanecer desde el balcón de la mansión. La luz dorada tocaba los rosales cubiertos de escarcha, y por un momento creyó oír la risa de su padre, allá donde el fuego se había extinguido. Sabía que Azazel no estaba muerto. Solo en paz. Y que, si algún día volvía a necesitarlo, bastaría con pronunciar su nombre.

Por primera vez, la calma no le resultaba extraña. Ariadna dormía en la habitación contigua, envuelta en los pliegues de una sábana blanca. Su rostro tenía esa pureza que lo desarmaba; la misma que la bestia, dentro de él, aún temía tocar.

Lucien sonrió. El amor podía curar incluso las cicatrices que el infierno había dejado. O eso creía. Tres días después, el carruaje negro apareció frente a la mansión. Las ruedas no hicieron ruido al detenerse. El cochero vestía de luto, y en el escudo del carruaje brillaba un emblema de plata: un espejo con una corona partida.

Del interior bajó un hombre de unos treinta años, de cabello oscuro y ojos grises. Llevaba un bastón de cabeza de león y un anillo de oro blanco. Su sonrisa era elegante, pero no alcanzaba los ojos.

—Lord D’Averne —anunció el mayordomo con un temblor apenas perceptible en la voz— Dice venir de parte del consejo financiero.

Lucien lo observó desde el vestíbulo, con la calma de quien ya ha visto demasiados fantasmas como para temerle a uno nuevo.

—Bienvenido a mi casa —dijo con tono cortés, aunque su mirada se clavó en la del visitante como una hoja afilada— ¿A qué debo el honor?

Lord D’Averne se inclinó ligeramente.

—Al honor de hacerle una propuesta, monsieur De Clairmont.

Lucien arqueó una ceja.

—Las propuestas suelen llegar por carta.
Usted ha cruzado media provincia para hacerme una en persona. Eso despierta curiosidad y desconfianza.

El visitante sonrió.

—Ah, pero hay asuntos que merecen el contacto directo. Los que tocan el alma y la fortuna.

Ariadna apareció en lo alto de la escalera, vestida con un sencillo vestido de encaje.
Cuando D’Averne la vio, su expresión cambió. Una chispa de reconocimiento cruzó su mirada.

—Qué curioso —dijo, sin apartar los ojos de ella— Creí que la señorita había desaparecido del mapa después de aquel pequeño escándalo con su familia. No todos los días un padre vende a su hija como parte de un contrato.

Ariadna se detuvo, helada. Lucien se tensó.

—Mida sus palabras —dijo con voz grave.

D’Averne sonrió.

—Solo menciono lo que todos en la alta sociedad ya saben. El señor de Moreau, desesperado por conservar su título, la ofreció como garantía a un acreedor. No esperaba que el acreedor muriera ni que su hija terminara en manos del antiguo heredero de Clairmont Manor.

El aire del salón se volvió frío. Lucien dio un paso hacia él.

—¿Qué es lo que quiere?

El aristócrata se acercó con calma, apoyando el bastón en el suelo.

—Una alianza. Usted tiene una fortuna sin movimiento, una propiedad que el consejo desea reactivar, y una esposa… — su mirada se deslizó con descaro hacia Ariadna— …cuyo pasado puede volverse un arma. Yo puedo mantener en silencio todo eso, si accede a venderme una parte de sus tierras.

Lucien lo observó con una serenidad helada.

—¿Y si me niego?

D’Averne sonrió.

—Entonces las damas de la corte sabrán que la dulce Ariadna de Moreau fue comprada como una joya exótica y que su marido vive de un título heredado de un monstruo.
Y créame, monsieur De Clairmont ninguna reputación sobrevive al rumor correcto.

El silencio fue tan denso que las velas parpadearon. Lucien dio un paso adelante. Su mirada cambió: azul, pero con un destello dorado en el fondo.

—Retírese de mi casa. Ahora.

—¿Me está amenazando? —preguntó el aristócrata, con un atisbo de diversión.

—No — respondió Lucien, avanzando un paso más — Lo estoy advirtiendo.

Ariadna descendió las escaleras rápidamente, tomando el brazo de su esposo.

—Lucien, por favor. No.

Lord D’Averne inclinó la cabeza con un gesto teatral.

—Qué trágico. El monstruo que se enamora de su doncella y la doncella que aún no sabe cuánto costó su libertad.

Lucien apretó los dientes. Sus manos temblaban. Dentro de él, la bestia rugía. No por odio sino por protección. Ariadna se interpuso, colocándose frente a Lucien.

—Váyase —dijo ella con voz firme— No tiene derecho a hablar de lo que no conoce.

D’Averne la miró con fascinación, como si estudiara una joya antigua.

—Oh, créame, lo conozco todo. Su padre me vendió los documentos.bLos contratos. Las firmas. Y sé exactamente cuánto valía usted, señorita Moreau, antes de ser la señora de Clairmont.

Lucien rugió, empujando la mesa de mármol que se partió en dos. Ariadna lo sujetó con todas sus fuerzas.

—No —susurró ella— No le des ese poder.

D’Averne dio media vuelta hacia la puerta, con una sonrisa satisfecha.

—Ya volveré, monsieur De Clairmont. Los hombres como yo nunca pierden. Solo esperan el momento adecuado.

La puerta se cerró, y el eco del bastón se alejó lentamente. Lucien cayó de rodillas, con el pecho ardiendo. Su respiración era entrecortada. La bestia dentro de él rugía sin control, pidiendo sangre. Pero sobre todo, dolor. Ariadna se arrodilló junto a él, tomándole el rostro entre las manos.

—No lo escuches, Lucien. No puede romper lo que somos.

Lucien la miró, temblando. Sus ojos azules parecían humedecerse de oro, como si Azazel desde su lejano mundo aún lo observase con tristeza.

—No es a él a quien temo —susurró Lucien—
Es a mí. A lo que puedo hacer si me arrebatan otra vez lo que amo.

Ella lo abrazó, y su voz fue un bálsamo:

—Entonces prométeme una cosa que no dejarás que la bestia responda por ti.
Prométemelo, Lucien.

Lucien cerró los ojos y apoyó su frente contra la de ella.




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