El Jardín Del Pecado

Los Susurros del Espejo

La tarde caía lentamente sobre Clairmont Manor. El cielo tenía un tono de cobre apagado, y el jardín ese jardín que alguna vez floreció por amor permanecía inmóvil, como si temiera despertar.

Ariadna observaba desde el ventanal. Lucien llevaba horas encerrado en su despacho. No lo culpaba. Desde la visita de Lord D’Averne, algo dentro de él había cambiado. Su silencio era distinto. Ya no tenía el sosiego de la serenidad, sino el peso de un pensamiento que se pudría en secreto.

Ella apoyó la mano sobre el vidrio helado. Su reflejo le devolvió una mirada que no reconocía: la de una mujer que amaba a un hombre capaz de destruir el mundo si lo tocaban. En el despacho, Lucien permanecía frente a la chimenea.bLas llamas bailaban sin emitir calor. Sobre el escritorio reposaba la carta con el sello del espejo roto. Ya la había leído mil veces. Mil veces también había sentido el rugido de la bestia cada vez que veía el nombre de D’Averne.

Nadie puede poseer a un monstruo pero todos pueden destruir a un hombre.

Lucien apretó los puños hasta que la sangre se mezcló con la tinta.

—¿Destruirme? —murmuró, sonriendo con amargura —Tendrán que encontrar primero lo que quede de hombre en mí.

La voz que surgió en su mente fue tenue, familiar, casi paterna.

No dejes que te envenenen, hijo mío.

Lucien cerró los ojos.

—¿Padre?

Escucho cuando el amor se debilita. No estás solo, Lucien.

Por primera vez, no sintió miedo al oír la voz de Azazel. Solo una melancolía extraña. Una parte de él deseaba volver a sentir esa fuerza inhumana, esa seguridad que le daba el fuego de su padre. Pero otra, la humana, temía perder lo que amaba por segunda vez.

—No quiero destruirla —susurró—
No quiero convertirme en ti.

Entonces aprende de mis errores, — respondió la voz— El amor no se prueba con dominio, sino con confianza.

Lucien apretó los dientes.

—¿Y si la confianza duele más que el fuego?

No obtuvo respuesta. Solo el eco de su respiración entre las paredes de piedra.

Esa noche hubo una cena en el salón principal. Una cena que Ariadna no había planeado.bLa había convocado D’Averne, quien había conseguido que la nobleza local aceptara su invitación cortesana.. Lucien, pese a su ira, aceptó. Debía mostrarse fuerte. Debía demostrar que ni los rumores ni las mentiras podían desestabilizarlo.

Ariadna bajó las escaleras vestida con un vestido negro de terciopelo. El brillo de su piel contrastaba con la oscuridad del tejido, y sus ojos tenían la calma del mar antes de la tormenta. Lucien la observó desde el fondo del salón, sintiendo cómo la bestia en su interior se agitaba. No de furia sino de deseo.

Lord D’Averne estaba allí. Sonriente, elegante, impecable. Como un veneno envuelto en perfume.

—Señora de Clairmont —dijo, inclinándose ante ella y besándole la mano— Qué bendición verla resplandecer. El encierro en esta mansión parecía condenado a marchitar una belleza como la suya.

Lucien lo oyó. Cada palabra, cada tono, cada pausa. Su cuerpo se tensó, pero se obligó a mantener la compostura. Ariadna respondió con cortesía.

—Le agradezco su amabilidad, Lord D’Averne. Pero no estoy marchita. El amor florece incluso en la oscuridad.

El aristócrata sonrió con una ironía casi imperceptible.

—Ah, sí. El amor. Tan frágil cuando el pasado sigue respirando en los oídos del presente.

La música comenzó a sonar. Parejas danzaban bajo las luces doradas, ajenas a la tensión que se gestaba en el aire. Lucien se acercó lentamente, sus ojos fijos en los de D’Averne.

—Le agradezco su visita —dijo con voz gélida— Pero esta no es su corte, ni su teatro. Aquí, sus palabras no tienen eco.

D’Averne rió suavemente.

—Oh, monsieur De Clairmont .Mi voz no necesita eco. Solo oídos dispuestos.

Se inclinó apenas hacia Lucien y susurró:

—¿Acaso ella sabe la verdad? ¿Sabe lo que tu padre fue lo que tú eres realmente?

Lucien palideció.

—¿Qué dijiste?

—Que las leyendas no siempre mueren —murmuró el aristócrata con una sonrisa— Y en el infierno, los secretos valen más que el oro.

Lucien sintió cómo la bestia despertaba. Su respiración se volvió pesada. Ariadna, notando el cambio, lo tomó del brazo.

—Lucien, basta —susurró— No lo escuches.

Pero D’Averne continuó, disfrutando de cada palabra.

—No te culpo por ocultarlo, señora —le dijo a Ariadna— Nadie quiere admitir que su esposo comparte sangre con un demonio. O que su fortuna proviene de pactos sellados con fuego y ruinas.

Lucien perdió el control. Lo tomó del cuello y lo alzó por el aire. Las copas cayeron, los invitados gritaron. El fuego de las antorchas titiló como si temiera el rugido que resonó en el salón.

—¡No vuelvas a pronunciar su nombre! —gritó Lucien, con los ojos ardiendo en dorado.

D’Averne, asfixiándose, logró murmurar con una sonrisa torcida:

—Ah… ahí está. El monstruo que todos querían ver.

Ariadna corrió hacia él.

—¡Lucien, por favor! ¡Basta!

Sus palabras fueron la única cadena que lo detuvo. Lucien soltó al hombre, que cayó al suelo, tosiendo, pero satisfecho. D’Averne se levantó lentamente, ajustando su cuello ensangrentado.

—Gracias, señora.bAhora todos verán que su amor es un peligro. Que su esposo no es un hombre, sino una bestia disfrazada.

Lucien intentó acercarse, pero Ariadna se interpuso.

—¡No! —gritó— Si lo tocas, te perderás.

El salón quedó en silencio. Los invitados se retiraron con miedo.bD’Averne se inclinó con cortesía fingida.

—Esta noche, el monstruo bailó.
Y todos lo vieron.

Cuando la puerta se cerró tras él, Ariadna sintió que el aire se quebraba. Lucien cayó de rodillas. Su cuerpo temblaba, sus manos cubiertas de sangre.

—Te fallé —susurró—nLe di justo lo que quería.




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