El Jardín Del Pecado

El Baile de las Máscaras Doradas

El carruaje se detuvo frente a la mansión Duval, una de las más antiguas de la alta sociedad. El cielo estaba cubierto por una luna llena tan blanca que parecía de mármol.
Desde las puertas abiertas salían risas, el tintinear de copas y el sonido de un violín que acariciaba el aire como una caricia envenenada.

Lucien descendió primero. El abrigo negro caía sobre su cuerpo como una sombra viva; la seda de su camisa reflejaba la luz de las lámparas con un brillo frío, casi letal.

Ariadna lo siguió, con un vestido azul medianoche que dejaba su espalda al descubierto y hacía resaltar la palidez de su piel. Llevaba el cabello recogido, pero un mechón rebelde caía sobre su cuello como un suspiro. Cuando Lucien le ofreció la mano, los murmullos comenzaron.

—No puede ser… —susurró una dama con abanico dorado— El señor de Clairmont, el maldito que volvió del infierno.

—Dicen que su esposa fue vendida por su propio padre — respondió otra, con voz baja pero llena de veneno — Y que ahora lo hechiza con la misma pureza con la que arruinó a su familia.

Lucien no se inmutó. Sus ojos, fríos y elegantes, se posaron un instante sobre las mujeres que cuchicheaban. No dijo nada.
Pero su sola mirada bastó para que se callaran.

Ariadna caminaba a su lado con el porte de una reina herida. Sabía que la observaban, que la medían, que la desnudaban con la mirada. Pero cuando posaba los ojos sobre Lucien, todo el veneno se disolvía. Él era su calma, su orgullo y su condena.

En el vestíbulo, los anfitriones —los Duval, viejos amigos de la familia Clairmont— los recibieron con una mezcla de alegría fingida y curiosidad peligrosa.

—Lucien —dijo el patriarca, un hombre de barba plateada— Pensé que jamás volveríamos a verte entre nosotros.

Lucien sonrió levemente.

—A veces los muertos también son invitados, monsieur Duval.

Las risas llenaron el aire, pero Ariadna sintió el escalofrío tras la broma. En la alta sociedad, las palabras eran dagas envueltas en seda.

La música cambió. Las parejas comenzaron a danzar. Lucien ofreció su mano a Ariadna.
Ella la tomó, y cuando sus cuerpos se unieron, el mundo pareció detenerse. Los movimientos eran perfectos: su elegancia lo hacía parecer un rey, su mirada un pecado.

Pero los ojos de las mujeres los rodeaban como sombras. Las doncellas lo devoraban con deseo. Las viudas lo observaban con hambre. Y las damas casadas con una lujuria disfrazada de admiración.

—Míralas —susurró Ariadna, con una sonrisa que escondía fuego— Si pudieran, te arrancarían la ropa aquí mismo.

Lucien rió apenas, inclinándose hacia ella.

—Y tú, ¿qué harías, amor mío?

—Les arrancaría los ojos —susurró, sin apartar la vista del resto.

Lucien sonrió con deleite.

—Esa es mi Ariadna. Tan dulce por fuera y tan peligrosa por dentro.

Ella le sostuvo la mirada, desafiante.

—Tú me enseñaste que el amor también puede ser un arma.

Entre los asistentes, Lord D’Averne observaba desde el balcón superior, vestido con traje carmesí. Su copa de vino reflejaba la escena como un espejo distorsionado. Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas visible.

—El monstruo baila —susurró— Y las bestias siempre olvidan que el fuego no baila quema.

Bajó lentamente, mezclándose entre los invitados. Al pasar junto a un grupo de damas, soltó su veneno con sutileza.

—Dicen que el señor de Clairmont vendió su alma a cambio de su corazón dorado. Y que la muchacha que lo acompaña es el precio que aún paga.

Las mujeres lo escucharon, fascinadas y horrorizadas a la vez. En minutos, el rumor se esparció por todo el salón como una enfermedad.

Ariadna lo notó primero..Las miradas habían cambiado..Ya no eran solo de deseo hacia Lucien. Ahora había miedo. Murmullos. Risas ahogadas. Lucien lo sintió también. Y cuando su mirada se cruzó con la de D’Averne al otro lado del salón, comprendió.

—Está aquí —murmuró entre dientes.

Ariadna giró la cabeza discretamente. El aristócrata le sonreía con la calma de un depredador que ha olido la sangre.

—No lo dejes provocarte —dijo ella, temblando— Eso es lo que busca.

Pero Lucien ya no la escuchaba. La bestia en su interior comenzaba a moverse. El ambiente lo asfixiaba: las luces, las risas, las miradas hambrientas..Y, sobre todo, las palabras que se esparcían como humo venenoso.

—¿Lo ves? —susurró D’Averne acercándose con una copa de vino en la mano— No puedes ocultar lo que eres, De Clairmont. Ni ella puede ocultar lo que fue..Un monstruo y una mujer vendida. Una historia digna de los poetas o de los verdugos.

Lucien lo miró fijamente. Cada músculo de su cuerpo temblaba. Su corazón ardía con la furia contenida. Ariadna tomó su mano con fuerza.

—Mírame —le susurró— Solo a mí.

Su voz fue un ancla..Lucien parpadeó, recuperando el control por un instante. Pero D’Averne no se detuvo.

—Piénsalo, Ariadna —dijo con tono meloso—
¿No te has preguntado qué pasará cuando él vuelva a perder el control? ¿Cuando su amor se convierta otra vez en fuego?

Ariadna retrocedió un paso. Sus ojos se llenaron de rabia y miedo.

—Usted no sabe nada de amor.

—Oh, créame, lo sé —replicó él, inclinándose para que solo ella lo oyera— El amor es solo una forma elegante de esclavitud. Y tú eres su cadena más brillante.

Lucien lo empujó violentamente. La copa cayó al suelo, tiñendo el mármol de rojo. Los invitados gritaron.

Lord D’Averne sonrió.

—Gracias por el espectáculo, señor de Clairmont..Ahora todos recordarán que incluso los demonios saben bailar.

Salió caminando lentamente, rodeado de murmullos, dejando tras de sí el aroma a vino y ruina. Ariadna se volvió hacia Lucien. Sus ojos estaban vacíos, dorados otra vez. La bestia había despertado. Ella lo abrazó, intentando calmarlo, pero él se quedó quieto, rígido, como si su alma se partiera en dos.

—No dejaré que te la quite —susurró Lucien—
Ni a ti, ni a esta casa. Juro que esta vez nadie tocará lo que amo.




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