El amanecer llegó con una belleza cruel.
Los rayos de sol bañaban el jardín como si la noche anterior no hubiese ocurrido nada, como si el mundo se burlara de ellos con su indiferencia. Lucien se había encerrado en la biblioteca. Sobre el escritorio, los periódicos del día estaban abiertos. Cada titular era una herida.
El señor de Clairmont: rumores sobre su fortuna y su esposa misteriosa. El linaje maldito regresa a las fiestas. ¿Un noble o una farsa? Las sombras del antiguo heredero.
Lucien apretó los puños. La tinta manchó sus dedos, pero el daño estaba hecho. El nombre Clairmont, el legado que intentaba limpiar, volvía a ser motivo de burla y escándalo. Y detrás de cada palabra estaba él. Lord D’Averne.
En el salón, Ariadna escuchaba el murmullo de las sirvientas, que hablaban con miedo de los rumores que se extendían. Los proveedores se habían negado a entregar las flores. El banco había retrasado los fondos familiares. Los socios de Lucien antiguos amigos de su padre habían comenzado a retirarse de los negocios.
La aristocracia había hecho lo que mejor sabía hacer: aislar. Cuando Lucien entró en el salón, su expresión era un equilibrio imposible entre la ira y el control. Ariadna se levantó de inmediato.
—¿Qué ha pasado?
—Ha comenzado —respondió él, con voz baja.
—¿Qué ha comenzado?
Lucien la miró con una mezcla de ternura y furia contenida.
—La caída.
Horas después, un mensajero llegó a la mansión con un sobre sellado con cera negra. Lucien lo abrió con calma mortal. El contenido era una invitación. Una reunión del consejo de nobles de la provincia. Presidida por Lord D’Averne.
—Te está desafiando en tu propio terreno —dijo Ariadna, con rabia.
—No —corrigió Lucien— Me está quitando el suelo bajo los pies.
El salón del consejo era un templo de hipocresía. Las paredes estaban cubiertas de retratos dorados; cada rostro pertenecía a alguien que había destruido a otro con una sonrisa. Lucien entró solo. Todos los ojos se volvieron hacia él.
D’Averne lo esperaba al final de la mesa, impecable, con una copa de vino en la mano.
—Señores —dijo con voz melosa—, el consejo agradece la presencia de monsieur De Clairmont. Trae consigo el legado de una de las familias más antiguas de Francia. Y, como sabemos, también el peso de sus pecados.
Un murmullo recorrió la sala. Lucien permaneció inmóvil.
—Si tiene algo que decir, Lord D’Averne, hágalo sin disfraces.
D’Averne sonrió.
—Con gusto. Su padre fue un hombre poderoso, pero endeudado. Los registros de Clairmont Manor muestran pérdidas, hipotecas, gastos desmedidos.
El consejo ha revisado los documentos, y hay irregularidades. Contratos sin firma. Ventas ficticias. Y lo más curioso un pago anónimo que salvó la propiedad de la ruina hace años.
Lucien lo miró fijamente. Sabía lo que intentaba.
—¿Y qué quiere insinuar?
D’Averne levantó la copa.
—Que la salvación de los Clairmont podría venir del mismo lugar que su maldición. Que alguien compró su título. Y que ese alguien podría ser su esposa.
El silencio cayó como un golpe. Lucien apretó la mesa.
—Retire sus palabras.
—Oh, no las retiro —replicó D’Averne con una sonrisa venenosa— Porque tengo pruebas.
Cartas. Transferencias. Testimonios. Y si desea limpiar su nombre deberá hacerlo en público.
Lucien se puso de pie lentamente.
—¿Eso busca, D’Averne? ¿Mi destrucción o mi rendición?
—Ninguna de las dos —dijo, acercándose—
Solo quiero lo que siempre le perteneció a los hombres de verdad: poder. Usted tiene lo que todos desean, monsieur De Clairmont. Y lo perdió en el momento en que decidió compartirlo con el amor.
Lucien lo miró sin pestañear.
—Usted no conoce el amor. Solo sabe comprarlo.
D’Averne lo observó en silencio por un segundo y luego sonrió.
—Eso es lo que hace que yo gane.
Esa noche, Ariadna lo esperó frente a la chimenea. Él llegó sin decir palabra. Su mirada estaba vacía, su paso lento.
—¿Qué hizo? —preguntó ella, con miedo.
Lucien se detuvo frente a ella.
—Me quitó el nombre, el respeto y ahora quiere lo único que tengo: tú.
Ariadna sintió el corazón helarse.
—¿Qué?
Lucien caminó hasta la ventana. Afuera, los jardines estaban oscuros, silenciosos.
—Dijo que si me retiro de los negocios y cedo mis tierras al consejo, olvidará todo.
Pero si me resisto te arrastrará conmigo.
Y te destruirá socialmente, Ariadna.
Ella se acercó, tomándolo de la mano.
—No puede quitarnos lo que somos.
—No necesita hacerlo —respondió Lucien con amargura— Solo tiene que convencer al mundo de que somos culpables. Y el mundo siempre cree al poderoso.
Ariadna apretó su mano.
—Entonces luchemos. No contra su poder sino contra su mentira.
Lucien la miró, y por primera vez en días, una chispa brilló en sus ojos.
—¿Lucharías conmigo?
—Hasta el final. Incluso si eso significa perderlo todo.
Él la abrazó.
—Entonces no lo ha ganado aún.
Semanas después, las consecuencias comenzaron a caer. Los banqueros retiraron sus apoyos. Las puertas de las familias nobles se cerraron. Las damas que en las fiestas devoraban a Lucien con la mirada ahora fingían no conocerlo. Y Lord D’Averne, en cambio, se alzaba más alto que nunca. Había logrado lo que quería: destruirlo sin tocarlo.
Pero una noche, en una cena de caridad, su sonrisa desapareció. Lucien y Ariadna entraron de la mano. Ella llevaba el mismo vestido azul de su primera aparición. Él, el anillo familiar reluciendo sobre la herida del orgullo. El murmullo recorrió el salón. Lucien caminó hasta D’Averne y, frente a todos, colocó un sobre sobre la mesa.
—Los contratos falsificados —dijo con voz calma— Las cuentas del consejo. Las pruebas de que usted utilizó mi nombre para financiar sus negocios sucios. Y las cartas que escribió para difamar a mi esposa.
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Editado: 07.11.2025