El Jardín Del Pecado

La Sonrisa del Enemigo

El invierno llegó temprano a Clairmont Manor. La escarcha cubría las rejas del jardín y el cielo amanecía gris, como si la luz del sol hubiera renunciado a la tierra. Ariadna miraba desde el ventanal las flores marchitas, preguntándose cuántas cosas podían morir sin hacer ruido.

Desde que Lucien había expuesto las pruebas contra Lord D’Averne, el silencio de la aristocracia se había vuelto más peligroso que las acusaciones. Nadie hablaba de ellos. Nadie los visitaba. Y en un mundo donde la reputación era el aire que se respiraba, el silencio era la forma más elegante del desprecio.

Lucien lo sabía. Por eso pasaba cada noche revisando documentos, cartas y contratos, intentando reconstruir lo que D’Averne había desmantelado: su nombre. Ariadna entró en el despacho con una bandeja de café.

—No has dormido —dijo suavemente.
Lucien no levantó la mirada.

—No puedo permitirme dormir mientras él sigue moviendo los hilos.

—¿Y si los cortamos nosotros? —preguntó ella.

Lucien levantó la vista, intrigado.

—¿Qué quieres decir?

Ariadna se acercó, apoyando la taza sobre los papeles.

—D’Averne no es un demonio, Lucien.
No puede controlar la oscuridad pero sí las personas..Y las personas siguen a quien les da lo que quieren: poder, apariencia, miedo.
Si aprendemos a usar eso, podemos enfrentarlo en su propio terreno.

Lucien sonrió con un cansancio lleno de admiración.

—Hablas como una reina de guerra.

—Hablo como una mujer que está cansada de ver a quien ama ser destruido por mentiras.

Una semana después, llegó la invitación. Un baile organizado por el Consejo de Comercio y Nobles..El anfitrión: Lord D’Averne. Lucien la arrojó sobre la mesa.

—Una provocación.

—No —dijo Ariadna, levantando el sobre—.
Una oportunidad.

La noche de la gala, el palacio brillaba como una joya prohibida. El mármol, las lámparas de cristal, las risas y el perfume caro escondían la podredumbre de los hombres que se enriquecían con el sufrimiento ajeno.

Lucien y Ariadna llegaron juntos. Él, con traje negro y una mirada helada que hacía temblar hasta al más valiente. Ella, con un vestido rojo que parecía tejido con fuego y sangre. Nadie se atrevió a apartar la mirada cuando entraron.

El silencio fue inmediato..Las conversaciones murieron a mitad de palabra. El hijo del linaje maldito y la mujer comprada habían regresado. Lord D’Averne, desde lo alto de las escaleras, los observaba con una sonrisa envenenada. Bajó lentamente, con su copa de vino en la mano.

—Señor y señora de Clairmont —dijo, fingiendo cordialidad— No esperaba verlos tan pronto. El invierno suele mantener alejados a los fantasmas.

Lucien respondió con una sonrisa apenas perceptible.

—Algunos fantasmas, Lord D’Averne, no descansan hasta que obtienen justicia.

El aristócrata soltó una risa breve, estudiando a Ariadna con descaro.

—Y otros hasta que encuentran compañía.

Ariadna lo ignoró. Se acercó a un grupo de damas que fingían no verla. Sabía que si quería proteger a Lucien, debía hacerlo donde más dolía: en la lengua de las mujeres nobles, las que dictaban la moda, los rumores y el destino de los hombres en la corte.

—He oído que el señor D’Averne está haciendo negocios con el nuevo banco de Lyon —comentó con naturalidad — Dicen que su fortuna crece tan rápido que algunos incluso dudan de su legitimidad.

Las damas levantaron la cabeza de inmediato. Era el veneno más eficaz: el rumor disfrazado de curiosidad..El arma que el propio D’Averne había usado mil veces.

Mientras tanto, Lucien enfrentaba otro tipo de batalla. Un grupo de ministros lo rodeaba, hablándole con falsos elogios y sonrisas.
Sabía que eran hombres de D’Averne. Pero los escuchaba, memorizando cada palabra. Cada mentira. Horas después, D’Averne encontró a Ariadna sola en el balcón, envuelta en el aire helado. Se acercó con paso medido, como un depredador jugando con su presa.

—Debe ser agotador sostener una máscara tan perfecta, señora —dijo él.

Ella no lo miró.

—¿Más agotador que sostener una vida hecha de mentiras?

Él sonrió.

—Yo no miento. Solo ofrezco verdades que los demás no se atreven a decir. Por ejemplo, que su esposo no pertenece a este mundo..La alta sociedad lo tolera porque yo lo permito.

Ariadna giró lentamente, sus ojos encendidos.

—Usted no permite nada. Solo se alimenta de los que tienen miedo. Pero Lucien no lo teme. Y yo tampoco.

D’Averne dio un paso más.

—Entonces usted morirá con él. La gente no ama a los héroes. Ama las historias trágicas.
Y yo me encargaré de que ustedes sean la más hermosa de todas.

Lucien apareció detrás de él. Su sombra lo cubrió.

—Toque a mi esposa una vez más, y juro que no habrá periódico, consejo ni ministro que pueda salvarlo.

D’Averne giró lentamente, enfrentándolo con la sonrisa helada de quien ya ha ganado.

—No necesito tocarla, monsieur De Clairmont. Ya lo hice. Solo que usted aún no lo ha notado.

Lucien frunció el ceño.

—¿Qué insinúa?

—Que el amor, cuando se mezcla con la humillación, se convierte en arma.
Y que su esposa… — miró a Ariadna con descaro — …tendrá que aprender lo que significa ser la moneda de cambio más valiosa de Francia.

Ariadna lo abofeteó antes de que terminara la frase. El golpe resonó como un disparo.
Los invitados giraron la cabeza. D’Averne permaneció quieto, con una sonrisa gélida y una gota de sangre en el labio.

—Ahora sí —susurró, limpiándose— Ya tengo mi escándalo.

Horas después, los periódicos amanecieron con el titular:

Escándalo en el baile del consejo: la señora de Clairmont agrede al filántropo Lord D’Averne.

Las líneas siguientes describían a Ariadna como una mujer inestable, celosa, incapaz de controlar su temperamento. El consejo exigía una disculpa pública y la nobleza exigía sangre. Lucien arrojó el periódico al fuego.




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