El amanecer llegó teñido de humo. Desde los ventanales de Clairmont Manor se veía la ciudad arder en el horizonte: el distrito financiero envuelto en cenizas, el rugido de los carruajes, las sirenas de los gendarmes, los rumores corriendo como pólvora entre la nobleza..Los periódicos, aún húmedos de tinta, llevaban un solo nombre en su portada:
Lucien De Clairmont: sospechoso principal del atentado.
Ariadna sostenía el papel con las manos temblorosas.nCada línea era una daga.
"El linaje maldito”, “el vengador de los caídos”, “la bestia ilustrada”…
Todos los títulos, todos los insultos..Lucien estaba en silencio, sentado junto al fuego.bSus ojos, fijos en la llama, parecían reflejar la guerra que ardía dentro de él.
—D’Averne ha ganado —susurró Ariadna—
Ha convertido tu nombre en miedo.
Lucien levantó la mirada—Solo si lo creemos.nEl miedo no destruye, Ariadna se alimenta de los que se arrodillan.
Ella lo miró, dolida.
—Pero no puedes enfrentar a todo un consejo. Te declararán traidor.nPerderás todo.
Lucien se levantó lentamente, acercándose a ella. El fuego delineó su figura, y por un instante, pareció otra vez el hombre del que se decía que había regresado del infierno.
—No pienso rendirme —dijo con voz baja y peligrosa— No después de haber visto cómo ellos compran el honor, la justicia y hasta el amor.bNo les daré mi ruina. Les daré mi verdad.
Ariadna sintió un escalofrío recorrerla. Amaba esa mirada. La del hombre que luchaba por ella aunque esa lucha lo destruyera. Esa misma tarde, los gendarmes llegaron. El sonido de los cascos de los caballos y los golpes en la puerta resonaron como truenos. Lucien salió al vestíbulo sin miedo. Su elegancia, intacta; su voz, firme.
—¿Por orden de quién? —preguntó.
El capitán extendió un documento sellado con el emblema del consejo.
—Por orden de Su Excelencia Lord D’Averne.
Se le acusa de sabotaje económico, traición y conspiración contra el Estado.
Ariadna dio un paso adelante.
—¡Esto es una farsa!
El capitán bajó la mirada, incómodo.
—Tal vez, señora. Pero la farsa tiene firma real.
Lucien la miró y sonrió con una calma que la rompió.
—No llores, Ariadna. No dejaré que ganen. Solo necesito tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—Para que el monstruo vuelva a ser útil.
Los hombres lo esposaron y lo llevaron entre la nieve, mientras el eco de los cascos se perdía en la distancia. Ariadna cayó de rodillas. El aire se volvió espeso. El mundo, una prisión sin paredes.
D’Averne la visitó al día siguiente.nNo pidió permiso.nEntró como quien regresa a casa. Su perfume invadió el salón, y su sonrisa era la de un depredador satisfecho.
—Vengo a ofrecerle una salida, señora de Clairmont —dijo, sirviéndose una copa sin invitación— La ruina de su marido puede ser evitada. Pero el precio… —bebió un sorbo, saboreando la pausa— …será usted.
Ariadna lo miró con un odio helado.
—¿Cree que podría comprarme?
—No. Pero puedo arrastrarla al mismo infierno al que él ya pertenece. La prensa está hambrienta.nLos banqueros exigen su cabeza.bY el consejo quiere verlo colgado. Una sola palabra suya, y todo se detendrá.
Una sola noche conmigo.
Ariadna retrocedió. Su corazón golpeó con fuerza. El rostro de Lucien apareció en su mente, su voz, su calor, su promesa.
No te arrodilles.
—Usted no merece ni mi desprecio —dijo con voz firme.
—Oh, lo merezco todo —replicó D’Averne, acercándose— Hasta su odio si con eso obtengo su alma.
Ella lo abofeteó. Pero esta vez, él no sonrió. Su mirada se oscureció.
—Ha elegido la tragedia, entonces.
Dos días después, D’Averne hizo su jugada final. El consejo convocó una audiencia pública. La primera en declarar: Ariadna de Clairmont. La sala estaba llena.nLa nobleza, los ministros, los periodistas. Lucien, esposado, en el centro. D’Averne, sentado entre los jueces, observaba con calma a la mujer que había intentado quebrar. Ariadna subió al estrado.nEl fiscal la interrogó con voz seca.
—¿Sabía usted que su esposo retiró grandes sumas de dinero antes del atentado?
—Sí —respondió ella.
Un murmullo recorrió la sala. Lucien la miró, sorprendido. El fiscal sonrió.
—Entonces admite que lo sabía.
—Sabía que retiraba su propio dinero —replicó ella—nPara pagar las deudas del consejo. De sus amigos. De los hombres que hoy lo llaman traidor.
El murmullo se convirtió en un rugido. Ariadna levantó la voz, su tono tan firme que incluso los jueces se inclinaron hacia adelante.
—Mi esposo no conspiró. Fue traicionado.
Por los mismos que lo temen. Por los mismos que nunca soportaron que un Clairmont se arrodillara ante nadie.
Lucien la observó, y por primera vez en días, sonrió. Una sonrisa rota, pero viva. El amor en su forma más pura: resistencia..D’Averne se puso de pie, fingiendo indignación.
—¡Basta de romanticismos! —gritó— ¡El señor de Clairmont es un peligro para el orden! Su fortuna es un misterio, su sangre, una herejía, su esposa un escándalo.
Lucien se levantó de golpe. Las cadenas tintinearon como serpientes.
—Y usted, Lord D’Averne, es la peste que devora este país con su codicia. Pero escúcheme bien ni el poder ni el oro podrán salvarlo del amor que usted jamás conocerá.
El juez golpeó el martillo..La sesión terminó en caos.
Esa noche, D’Averne se reunió con sus aliados en su despacho privado. Las velas se apagaban lentamente. Sobre su escritorio, un documento firmado: la orden de confiscación de las propiedades Clairmont. Sonrió.
Pero al inclinarse para sellarlo, encontró una carta bajo la pluma. No tenía firma. Solo una frase:
Cuando un hombre lo pierde todo, deja de temerle a la oscuridad.
D’Averne giró la cabeza hacia el espejo del despacho. Y allí, en el reflejo, vio la figura de Lucien libre, caminando hacia él con la mirada encendida. Afuera, la ciudad ardía en rumores:
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Editado: 07.11.2025