París dormía bajo la nieve, pero el miedo no dormía con ella. Las calles parecían susurrar el nombre de un solo hombre. Un nombre que ya no pertenecía a los vivos ni a los muertos.
El Fantasma de Clairmont.
Desde su desaparición, Lucien se había convertido en un mito. Había sido visto en los muelles, en los tejados, en los pasillos de los ministerios. Unos decían que buscaba venganza. Otros, que solo quería salvar a su esposa. Pero nadie sabía la verdad. Solo Ariadna.
Ella lo sentía. Sabía cuándo estaba cerca. El viento cambiaba, las luces titilaban, el jardín respiraba distinto. Lucien la observaba desde la sombra, sin mostrarse, cuidándola… como un ángel desterrado que aún amaba su cielo perdido. Esa noche, el palacio del consejo celebraba una recepción. La alta sociedad se reunía para discutir la estabilidad del país, pero todos sabían que el verdadero tema era otro: el paradero de Lucien de Clairmont.
Ariadna estaba allí. No por elección, sino por estrategia.
Vestía un traje de terciopelo negro con bordes dorados; su mirada, fría, calculadora.Había aprendido que el dolor no debía mostrarse: debía usarse. Lord D’Averne la recibió con su habitual sonrisa de reptil.
—No esperaba su presencia, señora de Clairmont.
—Tampoco yo esperaba seguir viva —respondió ella con elegancia gélida—, pero la vida es caprichosa.
D’Averne inclinó la cabeza.
—Ha aprendido bien el arte de sobrevivir entre las fieras.
—Solo porque tuve un maestro cruel.
Él rió suavemente, disfrutando del duelo.
—Tiene agallas, lo admito. Pero la nobleza es un juego que se gana con astucia, no con amor.
Ariadna lo miró fijamente.
—Entonces ya ha perdido.
Mientras tanto, en los subterráneos del palacio, un hombre con abrigo oscuro se deslizaba entre las sombras. Lucien. Su rostro, demacrado por la fuga, seguía siendo de una belleza imposible. El brillo dorado en sus ojos delataba el fuego interior que aún no se extinguía. Llevaba consigo un solo objetivo: exponer a D’Averne. Sabía que aquel hombre no solo manipulaba la política, sino que tenía alianzas secretas con bancos extranjeros, comprando voluntades, destruyendo fortunas.
Y, lo más terrible, que planeaba usar el nombre de Ariadna para legitimar una nueva empresa bajo su dominio: una institución de “caridad femenina” donde las doncellas pobres serían vendidas como sirvientas y concubinas de la nobleza.
Lucien lo había descubierto. Y juró detenerlo. En el salón, los violines sonaban mientras Ariadna caminaba entre los ministros, fingiendo cortesía. Cada palabra que pronunciaba era una daga envuelta en seda. Sabía que la estaban observando, midiendo cada movimiento.
De pronto, una mano rozó su muñeca. Fue solo un segundo. Un contacto leve, casi un suspiro. Pero bastó.
Lucien.
Ella lo sintió antes de verlo. El aire cambió, el mundo se detuvo. Sus ojos se encontraron al otro lado del salón, entre el gentío y las máscaras. Nadie más lo vio. Pero ella lo supo. Lucien estaba allí. Vivo. Libre. Y más peligroso que nunca. D’Averne levantó su copa.
—Brindemos —dijo con voz solemne— por el renacer de Francia y la purificación de los linajes manchados por la corrupción.
Lucien, oculto entre las sombras del balcón, apretó los puños. Purificación… La palabra resonó como un insulto sagrado. Ariadna fingió sonreír, conteniendo el temblor en sus labios. Sabía que Lucien estaba a punto de actuar..Y que ella debía distraer al enemigo.
—Lord D’Averne —dijo en voz alta, atrayendo todas las miradas—, ¿qué entiende usted por pureza?.¿La sangre? ¿El poder? ¿O la capacidad de mentir sin pestañear?
Los murmullos se multiplicaron. D’Averne arqueó una ceja.
—Entiendo pureza como la victoria del orden sobre el caos.
—Entonces —replicó ella con una sonrisa helada—, yo elijo el caos.
La sala estalló en susurros..En ese instante, las luces titilaron..Un murmullo recorrió el salón..Una figura apareció en lo alto de las escaleras, cubierta por una capa negra. Lucien. El silencio fue absoluto. D’Averne palideció.
—¡Deténganlo! —gritó.
Pero Lucien no se movió..Su voz resonó como un trueno.
—No vine a huir, sino a mostrarles la verdad. El hombre que se proclama salvador de Francia no es más que un ladrón y un verdugo. Aquí —levantó un dossier de papeles— están las pruebas de su corrupción, de sus tratos con el extranjero, de la venta de mujeres bajo su nombre.
Los nobles comenzaron a murmurar con horror. Los ministros palidecieron. Ariadna, sin respirar, lo observaba con lágrimas que no se atrevía a dejar caer. D’Averne se acercó lentamente, con la voz llena de veneno.
—No hay pruebas válidas sin testigos, Clairmont. Y los testigos los tengo yo.
Lucien lo miró fijamente.
—No esta vez.
De pronto, los vitrales se rompieron..Un grupo de hombres vestidos de negro irrumpió en la sala: periodistas, empleados, víctimas del sistema de D’Averne..Uno de ellos gritó:
—¡Yo trabajé en sus fábricas! ¡Vi los contratos falsos! ¡Vi cómo arruinaba a los suyos!
El caos estalló..Los nobles corrieron, las luces se apagaron, los guardias se confundieron. Lucien tomó a Ariadna de la mano y la condujo entre el humo.
—Corre —susurró—. No te detengas.
—No sin ti —replicó ella, aferrándose.
—Ya no hay sin mí. Ahora somos lo mismo.
Escaparon hacia los jardines cubiertos de nieve..Lucien respiraba con dificultad; la herida en su costado volvía a abrirse. Ariadna lo sostuvo, sus manos manchadas de sangre y escarcha.
—Te necesito vivo —dijo con voz quebrada.
—Lo estaré —murmuró él— mientras tú creas que aún puedo amar.
Ella lo besó. Fue un beso que contenía dolor, deseo, rabia, perdón..El tipo de beso que convierte el infierno en un refugio. A lo lejos, una explosión iluminó el cielo. El ala este del palacio ardía. Los gritos se mezclaban con el sonido de las campanas. D’Averne había desaparecido. Pero su sombra seguía viva. Lucien cayó de rodillas, extenuado. Ariadna lo sostuvo entre sus brazos, mirándolo con desesperación.
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Editado: 07.11.2025