El Jardín Del Pecado

El Perfume del Engaño

El palacio de Versalles resplandecía como una joya bajo el amanecer. Las columnas de mármol reflejaban los primeros rayos del sol, y los jardines, cubiertos de escarcha, parecían dormir bajo una capa de cristal. En su interior, el nuevo Ministro Supremo de la Corona, Lord D’Averne, sonreía frente a su espejo, admirando el poder que había arrebatado con sangre, oro y mentira.

En los pasillos, sin embargo, una nueva sombra comenzaba a caminar. Una mujer vestida de azul oscuro, con un velo que le cubría el rostro y una mirada tan profunda que los guardias bajaban la vista al cruzarla.
Ariadna de Clairmont.

Había aceptado una oferta imposible. Convertirse en asesora del nuevo ministro para rehabilitar su apellido y, en secreto, salvar a Lucien. Su ingreso a la corte fue recibido con hipócrita cortesía. Los ministros la llamaban la rosa del escándalo, las damas cuchicheaban sobre su vestido y los sirvientes la observaban con un miedo reverente, como si temieran tocar a una maldición viviente.

D’Averne la recibió en su despacho, rodeado de documentos, vinos y relojes de oro. La luz dorada bañaba sus facciones afiladas; su sonrisa era la misma de siempre: venenosa.

—Veo que ha decidido ser sensata —dijo con voz suave—
Sabia elección, señora de Clairmont. O debería decir señorita, ahora que su esposo ha desaparecido.

Ariadna se mantuvo firme.

—Mi apellido no cambia con sus decretos. Sigo siendo una Clairmont.

D’Averne dio un paso hacia ella, sin dejar de sonreír.

—Entonces será un placer tenerla a mi lado como testigo de la ruina de su esposo.

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Usted podrá destruir su nombre, pero nunca lo comprenderá. Lucien es todo lo que usted jamás será: un hombre capaz de amar sin negociar.

Él soltó una carcajada seca.

—El amor, querida mía, es el lujo de los débiles. Y los débiles siempre terminan de rodillas.

Ariadna retrocedió un paso, pero no por miedo. El corazón le ardía. Sabía que debía resistir, mantener la máscara. Cada palabra, cada provocación de D’Averne era un juego calculado para quebrarla. Y ella tenía que fingir que lo creía.

Al caer la noche, el aire en la corte se volvió pesado. Los ministros brindaban con champaña, celebrando la nueva era. Ariadna fingía sonreír, aunque su mente solo pensaba en Lucien. Sabía que él estaba vivo. Sentía su presencia, ese lazo invisible que siempre los había unido. Y, efectivamente, él la observaba.

Desde una galería secreta, Lucien seguía cada paso de su esposa. El fuego en sus ojos era mezcla de orgullo y dolor.
Ariadna jugaba un papel mortal, y él no podía intervenir sin arruinarlo todo. Sin embargo, su corazón ardía al verla tan cerca de su enemigo. D’Averne le ofrecía la mano para bailar, y ella la aceptaba con una sonrisa ensayada. Cada movimiento del vals era una guerra silenciosa. El ministro rozaba su cintura; Lucien apretaba el puño desde la sombra. El contraste entre el amor puro y la provocación ardía como fuego contenido.

Cuando el baile terminó, Ariadna se retiró a su habitación en el ala norte del palacio. Encendió una vela y cerró la puerta tras ella. Las lágrimas finalmente cayeron. No por miedo, sino por la impotencia de tener a su amado tan cerca y no poder tocarlo.

—Lucien… —susurró—, dime que estás vivo.

El viento agitó la cortina. Y entonces, una voz detrás de ella respondió:

—Más vivo de lo que ellos creen.

Ella giró bruscamente. Lucien estaba allí, cubierto de negro, con el cabello húmedo y los ojos ardiendo de emoción y deseo. Ariadna corrió hacia él y lo abrazó con una mezcla de furia y alivio.

—¡Pensé que te habían matado! —gritó contra su pecho.

—Ya no pueden matarme, Ariadna. No mientras sigas creyendo en mí.

Se miraron a los ojos. El tiempo pareció detenerse. El deseo, la rabia, la ternura, la desesperación: todo se mezcló. Lucien la tomó por la cintura y la besó con fuerza. Fue un beso sin palabras, lleno de necesidad y peligro. Sus manos recorrieron su espalda, como si temiera que desapareciera. Ella se aferró a su cuello, temblando. El mundo afuera dejó de existir.nSolo quedaban ellos dos: el fugitivo y la traidora fingida, amándose en medio de la traición y la muerte. Cuando sus labios se separaron, Lucien apoyó su frente contra la de ella.

—D’Averne no sospecha aún, ¿verdad?

—No. Pero pronto lo hará.

—Entonces debemos golpear primero.

Ariadna asintió. Sabía lo que eso implicaba: infiltrarse más profundamente, ganarse la confianza del enemigo, fingir un interés que la repugnaba… mientras Lucien, desde las sombras, reunía pruebas para destruirlo.

—Lucien… —dijo ella con voz temblorosa—, prométeme algo.

—Lo que sea.

—Si algo me ocurre, no intentes salvarme.
Sálvate tú.

Él la tomó del rostro, furioso.

—No digas eso jamás. Prefiero morir contigo que vivir sin ti.

Ella sonrió con lágrimas.

—Entonces estamos condenados, los dos.

Esa noche, mientras dormían abrazados, una figura caminaba por los pasillos del palacio. Un sirviente se detuvo frente a la habitación de Ariadna, dejó una carta bajo la puerta y desapareció sin dejar rastro.

Cuando ella despertó al amanecer, el papel estaba junto a la vela extinguida. Lo abrió lentamente. Una sola frase, escrita con tinta roja:

El juego acaba de empezar, y solo uno de ustedes saldrá vivo.

Ariadna sintió el corazón helársele. Lucien se incorporó, leyendo la nota sobre su hombro. Sus ojos se endurecieron.

—Ya lo sabe.

—Sí —susurró ella— D’Averne sabe que estás aquí.

Lucien se levantó lentamente, con la mirada fija en la ventana que daba al jardín nevado.

—Entonces que empiece la caza.

Esa misma mañana, el Consejo anunció un baile de máscaras en honor al nuevo ministro. Todos los nobles asistirían. Pero entre los invitados confirmados, uno destacaba en letras doradas:




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