La nieve caía sobre Versalles como una lluvia de cristales.
La ciudad entera parecía esperar el acontecimiento del año: El Gran Baile del Ministro Supremo. Los carruajes llegaban uno tras otro, dejando tras de sí un perfume de poder, envidia y peligro. Dentro del palacio, los nobles reían, brindaban y murmuraban nombres que no debían pronunciar. Bajo el brillo de las lámparas, la decadencia parecía un arte. Ariadna subió los escalones de mármol con el rostro oculto tras una máscara de oro. El vestido, de terciopelo rojo, abrazaba su figura con la misma intensidad con que el miedo abrazaba su pecho. Sabía que esa noche cambiaría todo.
—Esta es la trampa perfecta —susurró para sí— Y solo el amor decidirá quién sobrevive.
Desde lo alto de la galería, Lucien observaba el espectáculo. El hombre y la bestia luchaban dentro de él como dos almas encadenadas al mismo cuerpo. El fuego de la venganza le quemaba las venas, pero la voz de Ariadna —su luz, su consuelo— lo mantenía de pie.
No dejes que la oscuridad decida por ti.
La orquesta comenzó a tocar un vals. Las máscaras giraban, los rostros se confundían. Y en el centro de la pista, D’Averne apareció, vestido de blanco, con una sonrisa que helaba la sangre. En su brazo, una mujer con un vestido dorado. Ariadna.
Lucien sintió cómo su alma se quebraba. Ella estaba cumpliendo su papel, fingiendo ser su aliada. Pero verlo así, tan cerca de su enemigo, despertó dentro de él algo antiguo, primitivo. La bestia. Su respiración se agitó. Los espejos del salón comenzaron a vibrar levemente, como si respondieran a su furia contenida.bEl aire se volvió espeso. El jardín, a través de los ventanales, empezó a agitarse bajo una tormenta repentina. D’Averne notó el cambio. Sonrió. Sabía que Lucien estaba allí. Y había preparado su jugada final.
—¿Por qué sonríe, mi señor? —preguntó Ariadna fingiendo inocencia.
—Porque los monstruos siempre vienen cuando huelen el miedo —respondió él, girando con elegancia— Y yo he aprendido a ofrecerles perfume.
Ariadna lo miró, con el corazón desbocado. Sabía que hablaba de Lucien. Sabía que todo el palacio era una trampa.
—¿Qué ha hecho? —susurró.
—He liberado a la bestia —respondió D’Averne, sirviéndose vino— La pregunta es… ¿a quién devorará primero?
El sonido del cristal rompiéndose resonó por todo el salón. Las luces titilaron. Los invitados comenzaron a gritar. Una ráfaga de viento apagó las velas. Y, en medio de la penumbra, una silueta apareció sobre la escalera principal.
Lucien.
Sin máscara. Su rostro, mitad luz, mitad sombra. Sus ojos dorados ardían como el fuego de una maldición viva. Y su voz retumbó como un trueno entre las paredes de mármol:
—¿Este es el mundo que llaman civilizado? ¿Donde la traición se viste de gala y el amor se condena? Hoy, su máscara caerá, Lord D’Averne. Y la mía… también.
El murmullo se apagó. Los nobles retrocedieron. El hombre y la bestia estaban frente a frente. D’Averne sonrió, sin miedo.
—Ah, Lucien… ¿aún no comprendes? El monstruo no soy yo. Eres tú. Tú y tu absurda fe en la redención. Tú y tu amor por esta mujer… — tomó el rostro de Ariadna con crueldad — …que un día te destruirá.
Lucien dio un paso adelante.
—Suéltala.
—Ven y quítamela, entonces.
El silencio se volvió insoportable. Y de pronto, Lucien saltó. El sonido del choque fue como un rugido de tormenta. Los candelabros estallaron. El fuego se propagó entre las cortinas. El baile se convirtió en un infierno. Ariadna corrió hacia ellos, gritando. Lucien y D’Averne se golpeaban con una fuerza inhumana. Cada movimiento era una danza salvaje, un vals de odio y destino.
—¡Lucien, basta! —gritó Ariadna, intentando separarlos.
Pero la bestia había tomado el control.
Lucien levantó a D’Averne y lo estrelló contra un espejo. La sangre manchó el suelo. Sus ojos dorados se dilataron. Sus manos temblaban, llenas de rabia y deseo de muerte. Entonces, Ariadna lo abrazó por detrás.
—Mírame, por favor. No eres un monstruo. Eres el hombre que amo.
Lucien respiró agitadamente. El fuego rugía alrededor. Y por un instante, la bestia se detuvo. Sus manos, aún manchadas de sangre, acariciaron el rostro de Ariadna. Una lágrima cayó. D’Averne, herido, aprovechó el momento para sacar un puñal oculto. Ariadna lo vio venir. Se interpuso. Y el acero la atravesó. El tiempo se quebró. Lucien la sostuvo antes de que cayera. Su sangre, cálida, empapó sus manos.
—No… no, Ariadna..Por favor, no cierres los ojos.
Ella sonrió débilmente.
—Te dije que mi amor sería tu condena…
y también tu salvación.
Lucien gritó con una fuerza que hizo temblar los cimientos del palacio. El fuego se expandió en un círculo dorado. Los vitrales estallaron. Y la bestia emergió completamente. Su forma humana se desvaneció en una silueta luminosa y oscura al mismo tiempo, mitad ángel, mitad demonio. El rugido que salió de su pecho fue el de un dios herido. Agarró a D’Averne del cuello y lo levantó en el aire.
—Tú lo elegiste —dijo con voz de trueno— Y el infierno siempre cobra lo que le pertenece.
El fuego lo envolvió..D’Averne desapareció entre las llamas, gritando. Solo el eco quedó. Lucien cayó de rodillas, sosteniendo a Ariadna..El fuego comenzó a apagarse alrededor, como si el jardín —sí, aquel jardín mágico que siempre respondía a su amor— absorbiera la llama para protegerlos.
—Ariadna, por favor, no me dejes —susurró él, besando sus manos.
Ella lo miró con ternura infinita.
—Lucien… La bestia no eres tú. La bestia es el mundo.
Y nosotros solo intentamos amarnos en él.
Sus ojos se cerraron lentamente. Lucien la abrazó, mientras la nieve entraba por las ventanas rotas. Su rugido se perdió en la noche. Días después, cuando las ruinas del palacio fueron removidas, no hallaron el cuerpo de D’Averne. Pero en el jardín de Clairmont, bajo el rosal donde florecieron los primeros pétalos del amor maldito,
alguien dejó una nota escrita con tinta negra:
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Editado: 07.11.2025