El Jardín Del Pecado

La Rosa de la Muerte

El invierno se había tragado la ciudad. Las ruinas del palacio del ministro aún humeaban cuando las campanas de París anunciaron el amanecer..Nadie sabía cuántos habían muerto entre las llamas, ni qué había sido del Conde de Clairmont..Solo se decía que en el jardín, donde la nieve cubría la tierra quemada, había crecido una flor solitaria:.una rosa roja, imposible, floreciendo en medio del hielo.

Lucien caminaba descalzo por el jardín, cubierto por un abrigo negro. No hablaba. No dormía. No lloraba..Su rostro había perdido toda expresión humana. La bestia dormía, pero la humanidad también. A veces se detenía frente al rosal, donde había depositado el cuerpo de Ariadna. El hielo cubría las ramas, pero la flor seguía viva. Demasiado viva.

—¿Por qué sigues floreciendo? —susurró con la voz rota—
¿No entiendes que ya no queda nada?

El viento se alzó. Y una voz, tan dulce y tan triste que heló el aire, respondió:

Lucien…

Él se quedó inmóvil. El corazón le golpeó el pecho..Esa voz no podía ser real. La había escuchado en sueños, en pesadillas, en cada rincón de su mente desde que la vio morir.

—Ariadna… —susurró, temblando.

El jardín pareció responder..Las ramas del rosal se movieron lentamente, como si respiraran..Los pétalos se abrieron uno a uno, dejando ver un resplandor rojo, cálido, pulsante..Un corazón latiendo dentro de una flor. Lucien cayó de rodillas.bEl fuego del pasado rugió dentro de él.

—No… no juegues conmigo. No puedo soportarlo otra vez.

La voz volvió, más clara, más cercana.

No estoy jugando, Lucien. No morí. Fui parte del jardín y ahora el jardín es parte de mí.

Él levantó la vista..De entre la neblina, emergió una silueta.
Descalza..Cubierta por una túnica blanca. El cabello dorado caía sobre los hombros. Los ojos… eran los mismos que lo habían salvado de la oscuridad..Ariadna. Lucien la miró sin poder respirar.

—No puede ser… —dijo en un susurro— Tú moriste en mis brazos.

Ella sonrió, con lágrimas que no caían.

—Y tú me trajiste de vuelta..Tu amor no destruye, Lucien.
Tu amor crea.

Él se acercó lentamente, como si temiera que el aire la deshiciera. Su mano temblorosa rozó la de ella. Era cálida. Viva. Lucien cerró los ojos y la abrazó con desesperación..El jardín entero pareció respirar con ellos. El hielo se agrietó, los árboles florecieron, el cielo cambió de color.

Pero algo más también despertó..Un eco antiguo. Una sombra que observaba. Esa misma noche, mientras Ariadna dormía junto a él, Lucien sintió un temblor en la casa..La temperatura descendió bruscamente. El fuego de la chimenea se extinguió sin razón..Y en el espejo frente a la cama apareció una figura. Un hombre alto, con ojos oscuros como la noche sin luna. Vestía de negro, con una chaqueta que parecía hecha de sombras.

—Así que lo lograste —dijo con voz baja, grave, casi serpenteante— Has traído de vuelta lo que estaba destinado a morir.

Lucien se puso de pie, protegiendo a Ariadna.

—¿Quién eres?

El hombre sonrió.

—Soy la consecuencia..Soy lo que sucede cuando el amor se atreve a desafiar la muerte.

Lucien dio un paso adelante.

—¿Qué quieres de nosotros?

—Nada que no me pertenezca ya —respondió el extraño, acercándose al espejo— ¿Creíste que resucitar un alma no tendría precio? Ella volvió… sí. Pero no toda. Una parte de ella aún me pertenece.

Lucien sintió que el corazón se le helaba.

—Mientes.

—¿Ah, sí? —susurró el hombre— Pregúntale, entonces, si aún recuerda cómo murió.

Lucien giró hacia Ariadna, que despertaba sobresaltada.
Sus ojos brillaban con una luz extraña, plateada, como si algo más habitara en su interior.

—Lucien… —dijo ella, temblando— ¿Quién está ahí?

El espejo comenzó a agrietarse. Del reflejo salió una mano cubierta de humo, buscando tocarla. Lucien la apartó de inmediato, colocándose frente a ella.

—¡No te atrevas!

El hombre rió suavemente.

—Ya es demasiado tarde. La vida que ella lleva no es tuya ni de ella..Es mía.

El espejo se hizo añicos, y el humo se dispersó como un soplo helado. El silencio volvió, pero Ariadna cayó al suelo, jadeando, llevándose una mano al pecho. Lucien la sostuvo, desesperado.

—¡Ariadna, mírame!

—Hay… algo… dentro de mí —susurró ella con la voz quebrada— Algo que no me deja respirar…

Él la estrechó con fuerza, su mente ardiendo entre miedo y furia. Sabía que el jardín la había devuelto a la vida, pero no sin consecuencias. Y ahora comprendía lo que el espejo había dicho: había despertado algo más. Un poder antiguo. Una deuda impaga. Lucien besó su frente y susurró con determinación:

—No dejaré que te lleven. Ni siquiera la muerte tendrá ese privilegio.

Esa noche, mientras la tormenta azotaba los muros del castillo, una figura idéntica a Ariadna apareció entre los rosales, sonriendo con frialdad. Sus labios se abrieron para pronunciar una sola frase:

No soy ella… pero pronto lo seré.




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