La tormenta había cesado, pero el cielo no recuperó su luz. Clairmont Manor permanecía envuelto en una penumbra perpetua, un gris que no pertenecía ni al día ni a la noche. Lucien y Ariadna despertaron en el jardín, sobre un suelo cubierto de pétalos negros. El aire olía a hierro y a rosas muertas. Ella abrió los ojos lentamente, y él sintió un estremecimiento recorrerlo: sus pupilas, antes azules, reflejaban ahora un brillo metálico que parecía contener la luna entera. Los suyos eran iguales.
—Lucien — susurró ella, con voz ronca— ¿Dónde estamos?
Él la ayudó a incorporarse, sin dejar de mirarla.
—En casa… pero no como antes.
Ariadna miró el cielo gris, los árboles inmóviles, el viento que parecía soplar sin sonido. Todo el mundo había cambiado. Y ellos también.
Durante los días siguientes, la mansión se volvió un lugar de espectros. Los sirvientes huyeron, aterrados por los susurros que provenían de los espejos, por las luces que danzaban sin fuego, y por la sensación constante de que algo los observaba. Lucien pasaba horas escribiendo frenéticamente en su despacho. Sus palabras eran incoherentes, mezclas de fórmulas, símbolos, fragmentos de recuerdos. Intentaba comprender qué eran ahora.
Ariadna, en cambio, vagaba por el jardín. Las flores se inclinaban a su paso, y los cuervos la seguían desde los árboles. El aire la obedecía. La oscuridad, la escuchaba. Una noche, al mirarse en un estanque, vio su reflejo dividido: la mitad de su rostro era ella, luminosa, humana;
la otra mitad, pálida, con los ojos negros, la sombra del espejo.
—No soy una sola —murmuró, con lágrimas silenciosas—
Soy lo que él ama y lo que lo destruirá.
Lucien apareció detrás de ella, posando una mano sobre su hombro.
—No digas eso. Nos salvamos el uno al otro.
—¿Y a qué precio, Lucien? —preguntó, volteándose hacia él— ¿Acaso miras mis ojos y aún ves a la mujer que amabas?
Él la tomó del rostro con ternura.
—Te veo a ti, Ariadna. Y eso siempre será suficiente.
Ella sonrió débilmente, pero su reflejo en el agua no sonreía. A mediados del invierno, un carruaje oscuro llegó a las puertas de la mansión. De él descendió un hombre de cabello blanco y ojos grises como acero. Llevaba un bastón con un pomo en forma de calavera y una expresión que destilaba autoridad.
—Lord Lucien de Clairmont —dijo al presentarse— Soy el doctor Alaric Verenne. He venido en nombre del Consejo de Nobles y de la Corona.
Lucien lo miró desde lo alto de la escalinata, con los ojos brillando apenas bajo la sombra.
—La Corona dejó de interesarse por mí el día que me llamó monstruo. ¿Qué quiere ahora?
El doctor sonrió.
—Precisamente eso. Me interesan los monstruos.
Ariadna, desde el vestíbulo, sintió un escalofrío. Aquella mirada la analizaba como si fuera una obra de arte y una aberración al mismo tiempo.
—Su historia se ha vuelto… fascinante —continuó Alaric—
Dicen que murieron. Que regresaron. Que su jardín florece en medio del invierno. Y que los espejos hablan.
Lucien no respondió. Alaric dio un paso más.
—No vengo a juzgarlos. Vengo a ofrecerles algo. Una alianza.
Ariadna lo observó con recelo.
—¿Una alianza con quién?
El hombre sonrió lentamente.
—Con la ciencia. Y con el poder.
Lucien apretó los puños.
—No somos experimento de nadie.
—Oh, pero ya lo son —replicó Alaric, con voz suave— La muerte no libera, señor Clairmont. Solo transforma. Y ustedes….ustedes son la prueba de que el alma puede dividirse y seguir viva.
Ariadna retrocedió un paso, su respiración agitada.
Alaric la miró con una fascinación casi religiosa.
—Usted es la llave, mi señora. La unión entre la luz y la oscuridad. La fusión perfecta. Y yo puedo ayudarlos o destruirlos. Depende de lo que elijan.
Lucien lo tomó del cuello con una velocidad inhumana.
Sus ojos ardieron en dorado.
—Ni la ciencia ni los hombres tocarán lo que es mío.
Alaric no mostró miedo. Sonrió, incluso mientras el aire se tornaba espeso a su alrededor.
—¿Lo ve? —susurró— Ya no es humano. Y eso es magnífico.
Lucien lo soltó con asco. El hombre se inclinó con elegancia, sin perder la compostura.
—Volveré. Porque su poder no pertenece solo a ustedes.
Pertenece al mundo que viene.
Subió al carruaje y se alejó entre la niebla. Esa noche, Ariadna se sentó frente al fuego, con la mente en caos.vLucien se acercó, rodeándola con los brazos.
—No dejes que sus palabras te hieran.
—No lo hacen —susurró ella— Me asustan.
Él acarició su cabello.
—No dejaremos que nos separen. Ni hombres, ni sombras, ni dioses.
—¿Y si el enemigo no está afuera? —preguntó ella, mirándolo con tristeza— ¿Y si está dentro de nosotros?
Lucien se quedó en silencio. Sus ojos dorados encontraron los de ella. Por un instante, ambos vieron su reflejo compartido en el cristal de la ventana: un solo cuerpo, dos almas y una sombra detrás de ellos, sonriendo. Días después, en el laboratorio del doctor Verenne, una rosa negra flotaba dentro de una campana de cristal. El hombre la observaba con una sonrisa enferma mientras escribía en su diario:
El experimento Clairmont ha comenzado. Si logro reproducir el alma dividido la muerte dejará de existir.
Y en el fondo del frasco, la flor abrió sus pétalos y susurró con una voz femenina:
Lucien… Ariadna… pronto sabrán que el amor eterno… no conoce límites.
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Editado: 07.11.2025