El Jardín Del Pecado

Devórame o Sálvame, pero no me abandones

El invernadero respiraba como un corazón vivo.
Las paredes de cristal vibraban, empañadas por el vapor cálido de dos cuerpos aferrados el uno al otro como si el mundo estuviera a punto de estallar. Lucien temblaba. Su piel ardía con fiebre oscura, su pulso irregular, su respiración entrecortada como si un demonio tirara de sus pulmones para ocupar su lugar. Ariadna le sujetaba el rostro, desesperada, amorosa, feroz.

—No luches solo. Siente mi voz. Agárrate a mí —susurró, su tono temblando entre súplica y orden.

Lucien cerró los ojos, pero la bestia dentro se agitó, arañando su mente.

Suéltame. Déjame salir. Ella me pertenece tanto como tú.

—No —gruñó Lucien, mordiéndose el labio hasta sangrar—.
Ella no es tuya.

Ariadna presionó sus labios contra la herida, deteniendo la sangre con un gesto lleno de ternura devota. Pero sus manos, sus suaves manos humanas, ardían como si guardaran fuego en sus palmas.

—Soy tuya —dijo ella con voz quebrada pero firme— Pero no como una presa… sino como un destino.

Lucien la miró como si esas palabras fueran luz y tortura a la vez.

—Mi amor… eres lo único que me mantiene humano.

Ella sonrió, triste y peligrosa.

—Y si un día no puedes ser humano… entonces serás mío igualmente.

Sus frentes se tocaron. Sus respiraciones se mezclaron.
Sus corazones latieron irregularmente, en una danza rota y perfecta. El aire se volvió caliente. Los dedos de Lucien recorrieron la espalda de Ariadna, temblando, quemando, suplicando y reclamando al mismo tiempo. Era una caricia y un ancla. Era amor y hambre. Ella se aferró a su camisa, sintiendo sus músculos tensos y peligrosos como una fiera contenida.

—No me pierdas —susurró ella.

Lucien tembló.

—Nunca… salvo que me pierda a mí primero.

Ariadna lo besó entonces, despacio, profundo, como si su boca fuera un juramento y un ritual. Un beso que prometía cielo y condena. .Un beso que sabía a sangre, a deseo, a almas mezclándose. Lucien respondió con la desesperación de un hombre que teme desaparecer. Su mano se enredó en su cabello y la acercó más, casi con desesperación animal, pero deteniéndose antes de hacerle daño. Ese control frágil, tan hermoso como brutal, hizo que las lágrimas llenaran los ojos de Ariadna.

Él lucha por mí.
Por nosotros.
Contra sí mismo.

Ella abrazó su rostro.

—No tienes que ganar solo. Yo seré tu fuerza. Y si la bestia te arrastra arrastrará a ambos.

Él rió suavemente, quebrándose.

—Amarte es mi salvación y mi condena.

Ella lo besó otra vez. Y él respondió como si su vida dependiera de ello.

No era un beso inocente. Era devoción. Era posesión suave. Era temor a perderse y necesidad de entregarse. Un nudo en la garganta. Una lágrima. Una respiración que ardía. Hasta que algo crujió fuera. Ambos se congelaron. Un latido. Luego otro. El jardín tembló como si sintiera un intruso enfermando su raíz.

Lucien giró la cabeza lentamente. Ariadna también. Y allí, entre el follaje, una silueta se movió. No con magia. No con poder oscuro. Sino con el odio frío y calculador de un humano decidido a destruir lo que teme y envidia. Un hombre con capa de terciopelo oscuro, guantes rojos y una escopeta de caza apoyada contra su hombro. Su voz resonó firme, venenosa.

—Qué irónico. La bestia abrazando su pecado. Y su pequeña hechicera entregando el alma para retenerlo.

Ariadna apretó los dientes. Lucien gruñó. El aristócrata dio un paso hacia adelante, con desprecio y placer en su sonrisa.

—Lucien Clairmont. Has caído tan bajo que ni Dios te reclamará.

Ariadna dio un paso, pero Lucien la detuvo, colocándose delante de ella incluso herido.

—No te acerques a ella —rugió Lucien, voz doble, peligrosa.

El cazador sonrió, tranquilo.

—Oh, no vine por ella. Ella es solo la llave.

Señaló hacia Lucien.

—El reino te quiere vivo, monstruo. Tu poder vale más que tu cadáver.

Ariadna sintió hielo subir por su columna. Lucien sintió fuego quemar su pecho. Un latido más y el cazador bajó el arma para apuntar a Ariadna.

—Pero ella…..Ella será el sacrificio que te hará obedecer.

El mundo pareció detenerse. El jardín gimió, las flores negras abrieron sus pétalos como cuchillas, y el cristal del invernadero vibró. Lucien dejó escapar un rugido desgarrador, mezcla de demonio y hombre enamorado.

—NO—

Ariadna extendió la mano. Sombra y luz brotaron de sus venas a la vez. El mundo se oscureció. El cazador disparó. Lucien cubrió a Ariadna con su cuerpo. El cristal estalló y el capítulo también. El disparo no fue lo peor. Ni el rugido. Ni la sangre salpicando. Lo peor fue lo que siguió: Lucien, arrodillado, respirando difícil miró al cazador con ojos que ya no eran del todo humanos. Y dijo, con voz de bestia y amante al mismo tiempo:

—Huye ahora o te haré vivir lo que rezas no soñar jamás.

A su lado, Ariadna se levantó con la bala atrapada en su palma desnuda. Su sangre vaporosa, negra y dorada. Ella sonrió. Lenta. Letal.

—Yo soy la que debe temer ¿o tú lo eres?

El cazador retrocedió. El mundo sabía lo que acababa de nacer. No una bruja. No una doncella. No una víctima. Una reina oscura hecha para un rey maldito. Y juntos, iban a devorar el reino o morir besándose entre sus ruinas.




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