El amanecer no trajo calma. Trajo cuchillas de luz que arañaron los vidrios del invernadero y sombras que parecían alargarse para llegar hasta ellos y arrancarlos del refugio.
Lucien seguía tumbado, la respiración pesada, su cuerpo caliente como fiebre infernal..Ariadna lo sostenía entre sus brazos, acariciando su cabello húmedo, murmurando cosas que no eran plegarias…
Eran promesas.
—No te irás —susurraba ella, como si la palabra “muerte” fuera una blasfemia prohibida en su idioma ahora— No sin mí.
Nunca sin mí.
Lucien abrió los ojos, lento, como si cada párpado pesara el doble del mundo. Su mirada era distinta. Doble..La del hombre que la amaba..Y la del monstruo que la deseaba con hambre primitiva. La bestia respiraba en él.
—Están más cerca —dijo con voz baja, ronca, peligrosa— Puedo oler su miedo. Y su codicia.
Ariadna le acarició la mejilla.
—Que vengan. Hace tiempo que dejé de temer a los hombres.
Lucien frunció el ceño. Algo en su expresión fue dulzura rota.
—No me temas a mí tampoco —susurró él.
Ella sonrió, y en su sonrisa había ternura y locura sagrada.
—Nunca te temeré, Lucien. Tú eres mi destino, y mi condena bendita.
Lucien cerró los ojos un instante, como si esa devoción le doliera y lo curara al mismo tiempo. Un crujido afuera. Voces. Cadenas rozando metal. Pasos lentos, disciplinados, fríos. La Orden Negra había llegado.
Hombres vestidos con armaduras sin emblemas. Cruces blancas manchadas con cera negra. Más monstruos que los monstruos que venían a cazar. Ariadna se incorporó, dejando a Lucien apoyado contra el cristal cubierto de escarcha oscura. Ella se colocó entre él y la puerta.
No con miedo. Con determinación. El jardín agitó ramas y raíces. Como una criatura viva lista para morder. Lucien extendió la mano, apenas rozando la de ella.
—Ariadna. No quiero que te manches por mi culpa.
Ella giró hacia él, su pelo negro cayendo sobre sus hombros como un manto de noche.
—Yo ya estoy manchada —contestó suavemente— pero no por ti. Por perderte antes una vez. No cometeré ese pecado otra vez.
Sus dedos entrelazados. El mundo afuera pareció contener el aliento.
Los caballeros de la Orden Negra entraron al jardín..Cinco primero. Luego diez. Luego más. En silencio. Como lobos. Como verdugos. Y entre ellos apareció un hombre con máscara de plata y guantes blancos. Un símbolo de autoridad.
—Ariadna Villeneuve —pronunció con voz suave, educada, vacía de alma— Por orden real, debes entregarte para ser juzgada.
Ella inclinó la cabeza ligeramente, casi con cortesía.
—Y si me niego.
—La Corona no acepta negativas —respondió él— Ni el cielo. Ni la tierra.
Lucien quiso ponerse de pie. Su cuerpo tembló. Ariadna se agachó y lo sostuvo, un brazo alrededor de su espalda desnuda, su piel caliente como fiebre ardiente.
—No te levantes aún —le murmuró ella al oído— Déjame sangrar un poco por nosotros esta vez.
Él tembló.
—No… —su voz era un ruego rasgado— no arriesgues tu luz…
Ariadna lo miró a los ojos.
—Mi luz murió contigo, Lucien. Lo que queda ahora te pertenece.
Él jadeó, como si cada palabra de ella fuera un beso y una cadena. La Orden avanzó un paso. El aire se volvió pesado, el suelo vibró. Las flores ennegrecidas del jardín se abrieron como cuchillas.
—Última advertencia —dijo el hombre enmascarado— Entréganos al heredero maldito. La mujer quedará bajo protección divina.
Ariadna rió. Un sonido suave, hermoso… letal.
—Protección —susurró— siempre es otra palabra para propiedad.
Los hombres tensaron las espadas. Lucien apretó su mano, incapaz de moverse, con rabia y amor desbordando sus ojos.
—Ariadna. Vete. Corre. Déjame luchar solo.
Ella se inclinó, besó su frente. Un beso que sellaba destinos.
—No me arrancarás mi infierno. Lo elegí. Lo amo.
Lucien tragó, un gemido casi imperceptible escapándole.
—Te amo —murmuró él, como si se estuviera rompiendo en sus manos.
Ella sonrió con lágrimas que ardían sobre su piel.
—Y yo moriré mil veces por ese amor.
La magia se despertó en ella. No divina. No infernal.
Algo nuevo. Algo nacido del suelo, del amor, de la pérdida y la rabia. Algo antiguo como la primera lágrima de un corazón roto. El viento giró. Las plantas temblaron. Y Ariadna extendió los brazos. La tierra se abrió. Raíces se alzaron como serpientes y espadas. Las flores sangraron espinas. Los hombres de la Orden Negra dieron un paso atrás.
—Ella no es bruja —susurró uno, temblando— es algo peor.
—Ella es mía — dijo Lucien, aunque su voz era más latido que palabra.
Ariadna sonrió.
—Y él es mío.
El mundo contuvo el aliento.Si nos persiguen, los haremos perseguirse en el infierno.
Un susurro. Una promesa. Y con un solo gesto de su mano, Ariadna lanzó al cielo una columna de raíces negras y pétalos ardientes.
Un relámpago oscuro. Un rugido del jardín.
Un temblor en la tierra. Los hombres retrocedieron..La máscara de plata tembló. Incluso la Orden sintió miedo. Lucien la miró como si viera a un ángel y un demonio al mismo tiempo. Un milagro prohibido. Su obsesión. Su salvación. Su perdición. Su amor.
—Ariadna, mi Reina…
Ella tomó su rostro en sus manos, con ternura rabiosa.
—Mi Rey. Mientras nos persigan, nos amaremos más fuerte.
Y lo besó..Un beso como un pacto eterno.
Un beso que prometía ruina y gloria. Afuera, las campanas seguían sonando..El reino entero despertaba para cazarlos..Y dentro del invernadero, envueltos en sombra y luz, Lucien y Ariadna se prometían no sobrevivir.sino destruir o morir juntos. En la capital, el Rey recibió un mensaje urgente. Lo leyó. Sonrió.
—Interesante. La niña ya floreció.
Se giró hacia la corte.
—Preparen el carruaje real. Si la bestia la reclama yo la reclamaré también.
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Editado: 07.11.2025