El joven aristócrata dio un paso hacia la entrada del pabellón. La luna filtraba plata sobre su cabello oscuro y sobre la sonrisa afilada que llevaba en los labios. Era hermoso. Pero no como Lucien.
Lucien era tormenta, devoción, tragedia viva.
Este hombre era veneno envuelto en terciopelo. Ariadna sintió su mirada recorrerla como si fuera un objeto de colección. Fría. Elegante.
Apropiadora. Lucien, aún recostado y ardiendo en fiebre oscura, gruñó. Un sonido bajo, gutural, animal defendiendo lo que es suyo.
—Aléjate —su voz se quebró entre el esfuerzo y la rabia—.No mires lo que me pertenece.
El intruso arqueó una ceja, como quien escucha un capricho adorable de un niño moribundo.
—Tu fuerza… se derrama como tu sangre, Lucien —dijo con una calma venenosa—
No estás en condiciones de reclamar nada.
Ariadna apretó la mano de Lucien. Él intentó incorporarse, pero la fiebre lo hundió otra vez. Ella lo sostuvo contra su pecho.
—Lucien —susurró, con un amor tan profundo que parecía magia — descansa. Yo estoy aquí.
Sus dedos en su cabello. Su mejilla apoyada contra la de él. Un susurro de vida y lealtad absoluta. Lucien tembló, no de debilidad, sino de furia contenida.
Ella es mía.
Mi luz.
Mi oscuridad.
Mi alma.
Mi condena dulce.
El desconocido sonrió, viendo la escena como un artista disfruta una tragedia ajena.
—Qué amor tan… intenso —dijo— Se diría que morirías por él.
Ariadna lo miró, y su voz fue hielo y fuego a la vez:
—Morí por él. Si es necesario, moriré otra vez.
El aristócrata inclinó levemente la cabeza. No burlón. Interesado.
—Eso lo hace aún más valioso.
Lucien intentó levantarse de nuevo, respiración agitada, músculos tensos. Apenas logró medio incorporarse antes de caer otra vez sobre los pétalos negros. Su mano agarró la muñeca de Ariadna como si temiera que el suelo mismo quisiera arrebatársela.
—Ariadna no lo dejes tocarte —su voz se volvió grave, peligrosa, rota— No lo dejes ni mirarte.
Ella acarició su mejilla.
—Nadie me toca sin tu permiso. Mi piel es tuya. Mi alma ya es tuya.
Lucien cerró los ojos, exhalando dolor y alivio juntos..Quería besarla. Quería matarlo. Ambos deseos se mezclaron en su sangre. El aristócrata dio otro paso.
—Qué poético —murmuró— Pero la poesía rara vez gana guerras.
Ariadna se irguió, su espalda erguida, su mirada oscura como un presagio.
—Las guerras solo me interesan cuando amenazan lo que amo.
Una sonrisa lenta se abrió en los labios del extraño.
—Entonces hablaré claro.
Sus ojos se concentraron en Ariadna..Como si ella fuera un premio.
—La Corona te quiere..El Rey te quiere..Yo te quiero.
Lucien dejó escapar un sonido entre gruñido y lamento, como si esas palabras fueran garras rasgando su alma. Ariadna apretó su mano más fuerte.
—Tú no sabes lo que es querer —respondió ella— Solo sabes lo que es poseer.
La mirada del hombre chispeó con interés.
—Entonces somos iguales.
Ariadna negó suavemente con la cabeza.
—No. Yo elijo. Tú reclamas.
Su voz fue un filo suave.
—Y yo elijo a Lucien.
Lucien abrió los ojos, vidriosos, fijos en ella, como si cada palabra la estuviera tatuando en su alma.
Mi amor.
Mi reina.
Mi todo.
Las sombras alrededor vibraron. Las hojas crujieron. El intruso sonrió como quien pisa una mina solo para ver si explota.
—¿Y si te digo que el Rey ordenó que seas llevada al palacio? Que serás su consorte —hizo una pausa, cruel, gozando del veneno—
y que tu amante será preservado como mascota demoníaca en su corte.
Lucien trató de incorporarse otra vez. Un espasmo lo sacudió. Su espalda arqueada.
Dientes apretados.mUn rugido ahogado. Ariadna lo abrazó, sosteniéndolo.
—Mírame —ordenó suavemente— solo mírame.
Lucien obedeció. Sus ojos ardían de celos, de dolor, de miedo a perderla, de deseo de protegerla aunque muriera en el intento. Ella posó un beso en su frente. Luego en su boca, suave, lento, desesperado.
—Nadie me separará de ti —susurró contra sus labios— Ni hombres. Ni reyes. Ni dioses.
Lucien tragó hondo..Su voz fue un susurro quebrado:
—No permitas que me lo arrebaten no permitas que me arrebaten contigo.
Ella cerró los ojos.
—Nunca.
El aristócrata observó con fascinación fría.
—Qué bella tragedia serán —dijo— La pregunta es ¿cómo preferirán perderse?
¿Por mano humana o divina?
Ariadna lo miró lentamente. Y sonrió sin dulzura.
—Ni una ni otra. Si el mundo intenta arrebatarnos lo destruiremos primero.
Lucien apretó su mano con la poca fuerza que tenía.
—Quemaré todo —susurró él, voz febril— y reinaré sobre cenizas si tú estás conmigo.
Ella rozó su nariz contra la de él, cerrando los ojos como si nunca quisiera abrirlos.
—Siempre contigo. En luz y en oscuridad.
La respiración de Lucien se volvió un jadeo…
pero no de dolor. De posesión. De devoción.
De amor salvaje. El aristócrata sonrió más amplio, como si hubiera esperado esas palabras.
—Entonces la partida está abierta —susurró— Jueguen, entonces. Si ganan serán leyenda. Si pierden serán sacrificio.
Luego dio un paso atrás, su silueta fundiéndose con las sombras del bosque.
—Mañana, el Rey hablará públicamente.
Prepárense.
Y desapareció.
No como un mago. Como un hombre seguro de que el mundo entero lo obedecería. La noche quedó en silencio. Lucien temblaba en los brazos de Ariadna, entre lágrimas y fiebre, entre humano y bestia, entre cielo y infierno. Ella lo abrazó fuerte, su rostro contra su cuello, su respiración entrecortada de miedo y amor.
—Lucien, mi amor, mi príncipe maldito no permitas que su amenaza apague tu corazón..Yo lo protegeré.
Lucien, ahogándose en amor y debilidad, murmuró:
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Editado: 07.11.2025