Lucien temblaba en sus brazos. La fiebre lo consumía. Sus pupilas se estrechaban, se dilataban, cambiaban de color sin aviso. Su respiración no era humana; era un rugido contenido, un animal atrapado en un cuerpo demasiado pequeño para tanto dolor.
—Ariadna… —su voz salió oscura, profunda, como si dos gargantas hablaran a la vez—
mátame antes… antes de que deje de ser yo.
Ella le tomó el rostro entre las manos, lo obligó a mirarla. Sus ojos estaban llenos de lágrimas brillantes que no caían, porque la desesperación sostenía cada gota suspendida en el borde exacto del sufrimiento.
—Lucien… no digas eso.
Él cerró los ojos con fuerza, su espalda arqueándose con un espasmo violento. Las venas negras en su cuello palpitaban como serpientes vivas. Sus uñas se clavaron en la tierra, arrancando raíces como si fueran carne.
—No quiero hacerte daño. Dios… Ariadna…
tengo miedo.
La última palabra lo quebró. Como un niño perdido diciendo no me dejes solo en medio de la tormenta. Ariadna lo abrazó, su frente contra la de él, sus manos sujetando su nuca para que no apartara la mirada.
—No te perderé. Ni a ti… ni a tu monstruo.
Lucien jadeó, su cuerpo vibrando contra el de ella. Su voz cambió; más grave, más profunda, hambrienta.
—La bestia… quiere tomarte. Quiere poseerte. Entera.
Ariadna no retrocedió ni un centímetro. No había miedo en ella. Solo devoción salvaje.
—Te pertenece tanto como me pertenece tu corazón.nNo temo a tu oscuridad, Lucien. Nací para sostenerla.
Él dejó escapar un sonido que era gemido y rugido mezclado.
—No…. no es amor lo que quiere. Es hambre.
Ella sonrió con ternura y fiereza a la vez.
—El amor también devora, mi amado. Y si la bestia me reclama yo la reclamaré a ella.
Lucien abrió los ojos. Por un instante fue solo él. El hombre. El príncipe maldito. El ser que la miraba como si ella fuera el único santo en el infierno.
—¿Cómo puedes seguir amándome… así?
Ella susurró, rozando su mejilla con los labios:
—Porque cuando amas de verdad no huyes del monstruo. Bailas con él.
Lucien respiró hondo.nSu cuerpo tembló. Su voz bajó, ronca, rota:
—Ariadna antes de que me pierda márcame.
Ella parpadeó.
—¿Qué?
Él llevó su mano al corazón. Su pecho desnudo ardía bajo el roce.
—Tócame. Hazme tuyo. Grábame en tu alma y en mi carne. Para que cuando la bestia tome el control sepa a quién pertenece.
Sus palabras eran un lamento, un rezo, una súplica desesperada.
Ariadna sintió el corazón desgarrarse.
—Lucien… tú ya eres mío.
—No basta —murmuró él— Lo necesito sentir. En mi piel. En mis huesos. En mi alma. Marca mi cuerpo antes de que la oscuridad lo reclame. Haz que hasta el monstruo recuerde que soy tuyo.
Sus manos temblaron sobre sus caderas, no para poseerla sino para no caerse. No era deseo carnal. Era necesidad existencial. Ella acercó sus labios a su cuello.
—Muy bien… mi amor. Serás mío tan profundamente que ni la muerte podrá olvidarlo.
Sus dedos se iluminaron oscuros, una luz negra y dorada. Ella los posó sobre su pecho, justo donde latía su corazón. Lucien gimió, arqueándose..La marca apareció bajo su piel: un torbellino de raíz y fuego, un símbolo antiguo, vivo, sagrado y profano.
Su marca.
Su vínculo.
Su promesa.
Lucien jadeó, lágrimas cayendo por fin.
—Ariadna…
—Shh —ella susurró, besando sus lágrimas—
Nunca estarás solo. No mientras yo viva.
Él apoyó su frente en la de ella, cuerpo tembloroso, corazón luchando entre luz y sombra.
—Si pierdo mi alma ven y reclámala.
Ella lo abrazó fuerte, como si el mundo se rompiera alrededor de ellos.
—Si la pierdes la seguiré hasta el infierno.
De pronto, Lucien tensó el cuerpo. Se estremeció. Sus uñas crecieron. Sus dientes brillaron. Sus ojos se volvieron oro y negro a la vez. La transformación lo rozaba. La bestia respiró a través de él.
—Ariadna… —su voz era un rugido suave—
no me sueltes.
Ella lo sostuvo.
—Nunca.
—Si grito…
—No te soltaré.
—Si te temo…
—Tú jamás me temerás.
—Si quiero devorarte Ariadna lo miró con amor oscuro.
—Entonces te besaré hasta que vuelvas a mí.
Lucien jadeó. Se aferró a ella como un hombre que se ahoga y encuentra salvación en el pecho amado.
—Mi reina mi todo…
Y entonces, su cuerpo se estremeció violentamente. La bestia venía. Ariadna abrazó su cabeza contra su pecho, acariciando su cabello como quien calma a un dios caído.
—Vuelve a mí, mi amor. Vuelve a mí siempre.
Su voz fue un ancla. Un rezo. Una cadena y una llave al mismo tiempo.
El bosque se agitó. Pasos. Voces. Antorchas acercándose. Pero algo más oscuro se acercaba también. No soldados. No bestias. Una figura con una corona negra y ojos como hielo. El Rey había llegado en persona. Ariadna levantó la cabeza. Lucien tembló en sus brazos. El Rey habló, su voz un filo perfecto:
—Amor es hora de que vengas a tu palacio.
Y sonrió, no al hombre sino a ella.
—Mi futura reina.
Ariadna apretó a Lucien contra su cuerpo. Lucien gruñó, mitad humano, mitad monstruo. Y ella susurró, sin miedo:
—Tendrá que matarme para arrancarme de su lado.
El Rey respondió con un brillo cruel:
—Eso puede arreglarse.
La guerra no era política. No era religiosa. Era personal. Y apenas comenzaba
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Editado: 07.11.2025