El Jardín Del Pecado

La Eternidad de un Juramento

El viento soplaba sobre las ruinas del jardín.
Lucien permanecía arrodillado en el barro, con los pétalos negros cayendo como ceniza a su alrededor. La marca sobre su pecho ardía, pulsando como un corazón que se niega a aceptar la muerte. Ariadna ya no estaba. Su aroma, sin embargo, flotaba en el aire. Rosas blancas y fuego. Lucien apretó los puños contra la tierra.

—Padre… —susurró, la voz rasgada por el dolor— tú me diste la vida para servirme del poder. Y yo la uso para amar.

El eco de su voz se perdió entre los árboles.
Pero la luna lo escuchó. Y respondió con un destello helado que cayó sobre él, cubriéndolo con una luz pálida y cruel. La voz del Rey resonó desde el vacío:

Amarás eternamente, pero nunca poseerás.
Caminarás entre los siglos, sin morir y sin descansar, hasta que ella te recuerde.

Lucien gritó, un sonido que hizo temblar el cielo. Su piel ardió, sus venas se iluminaron como oro líquido, y la marca se extendió por su cuerpo, tallando símbolos antiguos sobre su piel. El tiempo se detuvo. Y él dejó de pertenecerle. Pasaron siglos.

El mundo cambió. Los reinos se volvieron ciudades. Las coronas, bancos. Y el pecado tomó nuevas formas. Lucien caminaba entre ellos. Su rostro era el mismo: hermoso, melancólico, peligroso. Sus ojos dorados, ocultos bajo el gris humano. Su corazón, vacío salvo por el recuerdo de ella. Cada noche buscaba su reflejo en las multitudes. Cada mirada femenina era una herida. Ninguna tenía su voz, su alma, su luz.

El jardín su antiguo hogar había desaparecido. Solo quedaban ruinas bajo la ciudad moderna, ocultas bajo siglos de tierra y silencio. Pero Lucien aún escuchaba su respiración, en las raíces dormidas bajo el asfalto. Un día, el destino respiró de nuevo.

Era invierno.

La nieve caía sobre París como una lluvia de cristales blancos. Lucien caminaba entre la multitud con su abrigo negro, la mirada distante, la mente perdida en recuerdos. Y entonces la vio.

En una librería pequeña, de vidrieras empañadas por el frío. Una joven de cabello oscuro hojeaba un libro de flores y leyendas.
Tenía las manos suaves, la piel pálida, los labios teñidos de melancolía. Lucien sintió el corazón detenerse..No podía ser. No después de tanto tiempo. Entró sin pensarlo. El sonido de la campanilla sobre la puerta lo devolvió a un siglo que creía muerto. Ella levantó la mirada. Sus ojos eran los de Ariadna. No iguales. Los mismos. Lucien sintió las piernas temblar..Ella sonrió levemente, sin reconocerlo.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó con voz dulce, musical.

Lucien tardó en responder.

— No lo sé —murmuró, y en su interior algo gritaba sí, eres tú, eres todo— Vi el título del libro.

El Jardín del Pecado.

Ella rió suavemente.

—¿También te gustan las historias trágicas?

Él la observó con una mezcla de dolor y devoción. Su alma, esa que el Rey había intentado condenar, despertaba otra vez.

—Solo si terminan con esperanza —dijo él, sin apartar la mirada.

La joven lo miró, confusa. Una sombra de reconocimiento cruzó fugazmente su rostro.
Pero no lo entendió. Lucien extendió la mano. Sus dedos rozaron los de ella al tomar el libro. Y el mundo se detuvo. Por un instante, ambos vieron destellos de algo imposible: una luna roja, un jardín en llamas, un beso bajo la nieve. Ella retrocedió, sobresaltada.

—¿Qué… fue eso?

Lucien tragó saliva. Su voz tembló.

—Un recuerdo —susurró— Que aún no sabes que te pertenece.

Ella parpadeó, confundida, y sonrió por cortesía. Pero al hacerlo una lágrima le cayó sin motivo alguno. Lucien cerró el libro.

—¿Tu nombre? —preguntó él, con el alma en la garganta.

—Adriana —respondió ella.

Lucien sonrió con tristeza.

—A veces, los nombres no cambian… solo descansan.

Durante semanas, volvió cada día.
Charlaban, reían. Ella sentía una conexión que no entendía. Él la miraba como un creyente frente a un milagro que no puede tocar.

Cada palabra de ella lo quemaba por dentro.
Cada gesto lo hundía más en el abismo de su condena. Porque la amaba igual que la primera vez pero sabía que si la recordaba, el ciclo volvería a empezar. Y esta vez, el Rey no tendría piedad. Una noche, al cerrar la librería, ella lo encontró esperándola bajo la nieve. Lucien tenía el rostro en sombras, la mirada llena de dolor y ternura.

—¿Quién eres en realidad? — preguntó ella, dando un paso atrás.

Lucien sonrió con tristeza. Su voz fue apenas un murmullo.

—Soy quien te ha amado en todos los tiempos..Y quien ha muerto en todos ellos por ti.

Adriana lo miró sin entender..Pero algo en su pecho latió con fuerza. Una marca invisible ardió bajo su piel. Una flor, justo sobre su corazón. Lucien la vio..Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—El jardín te ha elegido otra vez.

Ella jadeó, tocándose el pecho.

—¿Qué… qué me pasa?

Lucien dio un paso adelante, sujetando su rostro con delicadeza.

—Estás recordando. Y cuando lo hagas el mundo cambiará.

La nieve caía a su alrededor. El tiempo se detenía. La luna volvió a teñirse de rojo. El suelo bajo ellos vibró. Las luces de la ciudad parpadearon. Desde las alcantarillas, un resplandor dorado ascendió. El jardín estaba despertando bajo París. Y junto a su rugido, se escuchó una voz que no pertenecía a la tierra:

El amor que desafía al cielo no puede morir. Pero si vuelve a florecer el infierno lo reclamará.

Lucien miró a Adriana, temblando.

—Esta vez… —susurró— no pienso perderte.
Aunque tenga que arder con el mundo.

Y la besó. El beso lo cambió todo. El suelo se partió. Las raíces del viejo jardín emergieron entre las calles. Y bajo la luna roja la maldición volvió a comenzar.




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