El jardín espinado

Tercer Relato: Amistad

Durante la tarde, a la hora que era habitual, Nathan arribó a la casa del viejo. Aquel lo esperaba sentado en su sofá, tranquilo y expectante, con una copa en la mano a casi terminar.

—Buenas tardes, Nate

—¡Oh, ho! ¿Quién eres y qué hiciste con Nathan?

—Muy gracioso. ¿Almorzaste payaso acaso?

—Pues llegas a la hora debida y eres cordial. ¿Desayunaste educación básica?

—Para nada. —Nathan, tranquilo, pasó a sentarse enfrente de su amigo, puesta su mochila en el suelo, a sus pies. —Me puse a pensar que tenías razón. No hay prisa para dejar de lado mi entrenamiento, ni porque ser grosero contigo, que eres mucho, muchísimo más viejo que yo.

—Vaya, escuincle… —comentó a regañadientes el mayor, a lo que Nathan, en respuesta, mostró una de sus orejas, como si quisiera escuchar mejor.

—¿Qué? No escuché —dijo en tono burlesco el estudiante, aclarada la garganta de Nate para continuar.

—No te pareció emocionante lo que relaté ayer, ¿cierto?

—Lo sentí cómo transición necesaria, pero aburrida. Lo bueno estuvo en el final. La verdad —confesó el joven con una ligera sonrisa—. ¿Qué sigue, entonces? —Nate sonrió y continuó con la historia, emocionado por lo que iba a decir.

La dinámica entre ambos chicos se volvió sencilla. Primero fue sólo por las noches. El joven de anteojos iba a comprar cualquier cosa y siempre saludaba a Mat cuando lo veía. Le preguntaba cómo estaba, qué había hecho y hacía comentarios causales.

—Debe ser bien cansado tener un horario rotativo.

—Algo, pero te acostumbras. Lo chido de ir de noche es que cerramos y acomodar todo hace que se te vaya el tiempo volando.

Pronto, las cosas cambiaron, pues el cliente empezó a ir también en la tarde otros días, lo que terminó por hacer que se encontrara con Mat más a menudo.

—¡Hola! ¿Y eso que vienes en la tarde?

—Pues se me acabó el café. No puedo vivir sin esa cosa. Es mi droga.

—¡Ja, ja, ja! Luego no vas a poder dormir.

—Nombre, ni te creas. Ya ni me hace efecto para eso. Al contrario, siento a veces que me tumba.

Sin saber sus nombres, los dos se hicieron, de alguna manera, cercanos. No sabían mucho del otro, pero empataban y se llevaban bien siempre que se veían. No faltaba la sonrisa en el rostro de los dos al cruzar miradas, aunque el chico de gafas siempre llevaba cubrebocas, algo que le parecía extraño a Mat, mas nunca le preguntó por ello. No sentía tanta confianza para hacerlo.

Una tarde, cuando el moreno recién iba a irse a casa, una de las trabajadoras preguntó por las credenciales que se quedaban en la tienda, pues los clientes debían mostrarlas a las cajeras cuando iban a hacer retiros de dinero y era algo común que las dejaran ahí abandonadas por las prisas.

—¿Cinco credenciales? La gente es demasiado descuidada hoy en día —mencionó la mujer al ver los objetos en sus manos, dándole vuelta al quinteto al acomodar el ya observado al final de la fila.

—¡Ya me voy! Hasta mañana —mencionó Mat al pasar cerca de la mujer. Aquella lo vio de reojo para despedirse, ocasionado que una de las credenciales cayera—. ¡Epa! Aquí está —dijo el joven al capturar el objeto en el aire y verlo de reojo, lo que le llamó la atención.

—Yo quejándome y mira. Por eso se pierden estas cosas —comentó la señora, notada la mirada extrañada en el muchacho—. ¿Qué pasa? ¿Lo conoces? —preguntó a Mat, pues la mueca del joven era una de impresión ahora.

—Creo que sí. ¿No es el chico que viene casi diario?

—¿No es tu amigo?

—Bueno, es amable conmigo, por eso lo soy con él. No me cae mal, al contrario. Pero no sabía cómo se llamaba, ni nada.

—«Nolan Gutiérrez». Tiene un nombre bastante raro. Nunca lo había escuchado —comentó la mujer, la cual seguía notando el rostro de impresión de Mat—. ¿Por qué esa cara? No es familiar tuyo, tú eres Martínez.

—No es eso. Es que tiene treinta años. Creí que era menor a mí o de mi edad. Ya veo que no —explicó el joven, cosa que también llamó la atención de la señora.

—¡Wow! Es verdad. Es un autentico traga-años. ¿Quién lo diría?

—Y vive cerca. A penas a unas cuadras de aquí. —Luego de unos segundos, por alguna razón desconocida, Mat guardó la credencial y tomó una decisión. —Se la iré a dejar de una vez. Me queda de pasada a donde voy. —Eso impresionó un poco a la señora, pero no se opuso. Por el contrario, le deseo suerte y se despidió de él.

Mat, curioso, tomó una ruta que lo llevaba lejos de la parada del autobús que lo llevaba a casa, en sentido contrario. Todo para llegar hasta la casa del misterioso hombre que siempre veía en la tienda, emocionado de ver cómo era el lugar donde vivía.

Sin muchos obstáculos, el joven arribó. La fachada de la morada era de color celeste, con una acera limpia enfrente y un porche un poco corto, donde había dos mecedoras de madera detrás de una reja de acero pintada de blanco. La puerta de la casa tenía una ventana cubierta por una pequeña cortina y había un timbre justo al lado derecho, mismo que Mat oprimió.

Pasaron unos segundos y no parecía haber respuesta, por lo que el estudiante rectificó la dirección de la credencial, e iba a tocar una vez más, pero escuchó pasos y decidió aguardar, asomado por la puerta los ojos del hombre que siempre veía en la farmacia, abierta la entrada por aquel.

—¡Ey! ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Pasó algo, amigo? —preguntó Nolan, quien vestía un poco más casual, sin su cubrebocas, lo que le hizo ver no sólo el lindo rostro entero del hombre al estudiante, sino que, en efecto, no era ya tan joven como le pareció en un principio.

—¡Hola! Sólo vine a entregarte tu credencial de elector. La olvidaste en la farmacia. —Mat mostró el carnet, impresionado el mayor al verlo.

—¡Cierto! No lo pedí de vuelta cuando fui a retirar. Muchas gracias, no te hubieras molestado. —Pronto, Nolan se acercó a Mat para recibir la credencial en mano, saludado el chico de paso con un choque de sus puños.




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