En los cielos ocultos tras los velos del tiempo, donde los mundos se entrelazan y las dimensiones se pliegan sobre sí mismas, existe un lugar más antiguo que la primera chispa de vida: el Consejo de los Eternos. Allí, dioses de todos los rincones del cosmos mítico se reúnen, no para regir, sino para apostar. Su tablero es la existencia misma; sus fichas, las criaturas que caminan, vuelan y se arrastran por los planos inferiores.
Era el turno de la Diosa Luna, Selene, de presentar su apuesta. Ella, conocida entre los suyos por su sabiduría insondable y su serenidad, había observado con fascinación la conexión que surgía entre los Lycans y su luna, su pareja predestinada. Aquel lazo ancestral que trascendía la carne y el tiempo, que ardía en los ojos de cada lobo al sentir la llamada de su otra mitad, era para ella una obra de arte viva.
Pero esa noche, su juicio se nubló.
Sentado en las sombras del círculo sagrado, con los ojos como gemas de escarcha y una sonrisa serpenteante, se hallaba Erevan, el dios de los elfos. Antiguo, taimado y maestro del engaño, Erevan siempre había sentido celos de aquella conexión única. En su reino, los vínculos eran frágiles, efímeros. El amor no se encadenaba al destino, sino a la conveniencia. Ver a los Lycans arder de pasión y lealtad por una sola alma lo llenaba de un resentimiento que ocultaba bajo velos de cortesía.
—Hermosa Selene —susurró, con voz de terciopelo—, ¿no te parece curioso que los Lycans, esas bestias impulsivas, gocen de un regalo que ni tus hijos más nobles han recibido? ¿No sería más justo igualar el juego?
Ella lo miró, con duda en sus ojos plateados. Nunca antes había sido cuestionada en ese aspecto. Erevan continuó, sembrando veneno con palabras suaves:
—¿Y si solo fuera una prueba? Una pequeña alteración. Si su lazo es tan fuerte como crees, resistirá cualquier maldición. Pero si no… habremos desenmascarado una mentira romántica que ha durado demasiado.
Contra todo juicio, Selene aceptó.
Y así, con un gesto ligero como el roce del viento, la maldición fue sellada. A partir de ese instante, los Lycans nacerían incompletos, incapaces de reconocer a su pareja predestinada a menos que enfrentaran la oscuridad en su interior… y la de su amada.
Selene se retiró esa noche sin decir palabra, el corazón apretado por una duda que no supo nombrar. Erevan, por su parte, volvió a su trono de raíces y estrellas, satisfecho.
La apuesta había comenzado.