El Juego de los Eternos. La maldición de los Lycans

Capítulo II: La Traición Silenciosa

Las estrellas temblaron cuando el hechizo fue liberado.

Selene, aún envuelta en los hilos de su duda, no supo de inmediato la magnitud de su error. Creyó que simplemente había debilitado un vínculo, una prueba como tantas otras en los juegos divinos. Pero en los días que siguieron, en los sueños que la visitaban durante su descanso lunar, algo oscuro comenzó a inquietarla.

Vio sangre. Vio lobos aullando bajo una luna muda. Vio sombras desgarrando el corazón de los alfas mientras caían de rodillas junto al cuerpo inerte de su luna predestinada. Y entonces lo comprendió: Erevan la había engañado.

El hechizo no impedía que los Lycans reconocieran a sus compañeras. No. Era más cruel que eso.

Mataba a sus lunas.

Silenciosamente, sin avisos, sin piedad. Una tras otra, las mujeres marcadas por el destino como la otra mitad de los alfas comenzaban a morir. A veces durante el sueño. Otras, tras un inexplicable ataque de dolor. La conexión se rompía antes siquiera de completarse.

Sin su luna, el alma del alfa se fragmentaba. Y lo peor: sin esa unión, no había descendencia. La extinción de los Lycans no vendría por la guerra, ni por la espada. Vendría por la soledad. Por el vacío.

Selene, enfurecida y consumida por la culpa, buscó respuestas. Pero Erevan se ocultó tras los códigos del Consejo, donde ninguna prueba podía acusarlo directamente. La diosa, sin embargo, conocía el arte de la intuición, y la suya gritaba que el elfo no había jugado limpio.

Desesperada, descendió al mundo de los vivos, cruzando las barreras prohibidas, hasta el corazón de las Montañas de Ceniza. Allí, entre nieblas eternas y secretos antiguos, vivía Nyara, la bruja más poderosa que jamás caminó entre dioses y mortales. Una mestiza nacida de sangre humana y esencia celestial, repudiada por los cielos y temida por los infiernos.

—El daño es real —dijo Nyara, tras estudiar el flujo del hechizo—. Es como un veneno dulce, disfrazado de amor. Pero aún podemos redirigirlo.

—¿Salvarlos? —preguntó Selene, con la voz quebrada.

—No a todos —admitió la bruja—. Pero sí a los más fuertes. A los que podrían soportar la pérdida sin perderse. A los que podrían renacer del dolor.

Y así lo hicieron. Canalizaron la maldición, dirigiéndola hacia una única manada: los Vargan, la más poderosa estirpe de Lycans. Guerreros antiguos, descendientes del primer lobo que aulló bajo la luna.

El nuevo hechizo no mataría a sus lunas, pero rompería el lazo. Ellos no podrían sentirla. No sabrían quién era. Tendrían que buscarla, encontrarla y conquistar su amor como cualquier mortal. Solo así el vínculo se restauraría.

Era cruel. Pero era la única forma de darles una oportunidad.

Selene regresó al Olimpo de los Eternos, con los ojos llenos de secretos y el alma marcada por la traición. Sabía que Erevan la vigilaba, confiado en su victoria. Pero también sabía algo más.

Los Vargan no se extinguirían.

A pesar del dolor, ellos lucharían. Porque el alma de un Lycan no se rinde. Y si el destino les arrebataba a su luna, ellos cruzarían el mundo para recuperarla.

La guerra no había terminado.




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