El Juego de los Eternos. La maldición de los Lycans

Capítulo XI: Bajo la Máscara, la Luna

Los gemelos crecían en silencio. Dos pequeños latidos de luz dentro de su madre… pero cada día más débiles.

Aelya lo notó primero. El pulso mágico de la joven luna se volvía inestable. Su piel perdía brillo. Su espíritu, aunque fuerte, se apagaba lentamente como una vela en una tormenta.

—Los bebés... —murmuró una noche, con la voz rota—. Están muriendo, ¿cierto?

La guerrera asintió, apretando los dientes.

—No están completos sin él. Necesitan su fuerza… su alma.

—El lazo no es solo espiritual, es físico. La vida que crearon juntos depende de que vuelvan a unirse.

La luna se abrazó el vientre.

—Entonces lo haré.

—Lo buscaré.

—Y si tengo que atravesar el infierno para tocarlo otra vez… lo haré.

Y así lo hicieron.

Con la ayuda de antiguos aliados, Aelya y la joven viajaron en secreto hasta el corazón del Reino del Norte, donde Kalen gobernaba con el alma fragmentada y los recuerdos envueltos aún en bruma. El hechizo de Erevan seguía latiendo… pero con grietas.

Aquella noche, el castillo celebraba el Equinoccio de Sangre. Un baile enmascarado, donde rostros y verdades se ocultaban bajo sedas y sombras. Una noche donde todos podían ser otros… y donde ella podía acercarse sin ser reconocida.

Vestida de negro con reflejos lunares, la joven luna descendió los escalones del salón como un susurro de otro mundo. Nadie supo quién era, pero todos se apartaron. Porque su presencia no era humana.

Era divina.

Y entonces él la vio.

Kalen no supo por qué se sintió paralizado. Solo supo que su alma reconoció algo que su mente no podía nombrar. Esa mujer, oculta tras una máscara de encaje, lo atraía con una fuerza imposible de ignorar.

Ella no dijo su nombre. Solo lo miró.

Él le ofreció la mano.

Y bailaron.

Sus cuerpos se encontraron como si siempre hubieran sabido el ritmo del otro. Como si el universo entero se alineara con cada paso, cada roce. Nadie habló. Porque no hacía falta.

Cuando las puertas del salón se cerraron detrás de ellos, ya no eran dos desconocidos con máscaras. Eran un alfa y su luna. Dos mitades reclamándose con desesperación.

Y esa noche, bajo un cielo que ardía en estrellas, se unieron otra vez.

Fue salvaje, fue sagrado, fue real. No una ilusión. No un engaño. Sino pasión viva, nacida de dolor, amor y destino. El lazo se restauró. El hechizo tembló. Y en lo más profundo del vientre de ella, los corazones de los gemelos latieron con fuerza renovada.

Al amanecer, ella se fue.

Sin nombre.

Sin rostro.

Pero con la promesa de volver.

Y Kalen, al despertar solo, miró sus manos y se preguntó:

—¿Fue un sueño?

—¿O acabo de tocar el alma que he buscado toda mi vida?




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