El choque de cuerpos fue un estruendo que desgarró el bosque.
Kalen se lanzó con toda la rabia acumulada de años de engaño, pérdida y vacío.
Erevan apenas tuvo tiempo de alzar una barrera mágica antes de que las garras del alfa impactaran contra su escudo.
—¡¿Creíste que podrías robarme mi alma sin consecuencias?! —rugió el lobo, con ojos encendidos en dorado, brillando como lunas en llamas.
El dios retrocedió un paso. El poder del vínculo restaurado lo sacudía como un látigo divino.
—¡No entiendes! ¡El lazo es una maldición! ¡Un arma que pone a tu raza por encima de las demás!
—¡Es amor, Erevan! —gritó Kalen, embistiendo de nuevo—. ¡Y tú nunca fuiste digno de entenderlo!
Rayos de energía oscura y zarpazos salvajes se cruzaban entre árboles quebrados y tierra abierta.
Erevan invocaba lanzas de sombra, raíces envenenadas, ilusiones para confundir.
Pero Kalen no se detenía.
Porque peleaba por algo más grande que él.
Cada golpe suyo era impulsado por los nombres que aún no conocía:
los de sus hijos.
Y eso hacía toda la diferencia.
Erevan logró herirlo. Una estocada de oscuridad le atravesó el costado, pero el lobo no cayó.
Se alzó sangrando, con el hocico cubierto de su propia furia.
—Yo soy el Alfa de mi linaje.
Soy el elegido de la Luna.
Soy el padre de los cachorros que traerán el amanecer.
Kalen se lanzó con un rugido que partió el aire.
Y en ese momento, la diosa Luna bajó sus ojos del cielo.
Un halo de luz blanca rodeó el cuerpo del Alfa.
Las heridas comenzaron a cerrarse.
La magia del lazo, alimentada por el amor, el instinto y la sangre compartida, se volvió escudo, se volvió espada.
Kalen lo vio temblar.
Por primera vez, Erevan tenía miedo.
El último golpe cayó con fuerza divina.
Erevan gritó, atravesado por las garras de un padre protector, y su esencia oscura se quebró como cristal maldito.
El dios no murió.
Pero fue derrotado.
Sellado.
Expulsado del mundo de los Lycans por el mismo amor que había intentado destruir.
Kalen cayó de rodillas, jadeando.
El silencio del bosque fue sagrado.
Y entonces… la sintió.
Una vibración suave, como dedos rozando su alma.
El lazo.
La Luna.
Ella.
“Ven a casa”, susurró su voz, flotando en su mente.
Y él, sonriendo con los ojos cerrados, murmuró:
—Ya casi estoy…