La temperatura parecía bajar conforme andaba, pero era difícil darle importancia al clima estado rodeada de tanta magnificencia. Al fin me encontraba en el Bosque de Encenard. El lugar era tal y como lo había descrito mamá, los árboles de troncos retorcidos se erguían tan alto que parecían no tener fin, sus raíces no estaban bajo tierra, sino expuestas y apenas rozaban el suelo, dando la impresión de que flotaban.
Tuve deseos de bajar del caballo y besar el suelo, pero no creí que mis piernas exhaustas tuvieran el suficiente impulso para levantarme de nuevo. Cruzar el Valle me había tomado semanas, llevaba demasiado tiempo viviendo a la intemperie, alimentándome de cuanto árbol frutal me encontrara en el camino, segura de que jamás llegaría a mi destino.
Probablemente no habría llegado a no ser por los gentiles viajeros con los que me crucé a una semana de abandonar Poria. Ellos venían de Encenard con dirección a Dranberg y me hicieron notar que iba andando por el camino equivocado. Gracias a sus indicaciones logré corregir mi rumbo y dar con Encenard.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en mi rostro, aunque sabía que mi odisea apenas comenzaba, llegar a mi destino se sentía como un logro en sí mismo y era justo que lo disfrutara. No sabía qué pasaría cuando tuviera a mis abuelos enfrente, tal vez me rechazarían y me mandarían de vuelta a Poria, tal vez tendría que mendigar por las calles de la ciudad mientras conseguía un modo de subsistir por mi cuenta. Mi futuro era incierto, por lo que de momento solo me quedaba gozar esta pequeña victoria de no haber perecido en el trayecto.
Tras algunas horas de adentrarme en el bosque, di con un riachuelo. La tarde estaba cayendo, por lo que decidí que ahí sería un buen sitio para pasar la noche.
Bajé del caballo y lo llevé a abrevar, luego le di dos de las tres manzanas que llevaba en mi morral y me comí la restante.
Una vez quieta, el frío se convirtió en un problema. Llevaba todo el viaje padeciendo las bajas temperaturas, lo cual había agregado dificultad a mi recorrido. De haber esperado los tres meses que había propuesto papá originalmente, el clima no habría sido un inconveniente, pero esperar se había vuelto imposible tras mi altercado con el viejo Ron.
Comencé a hacer una fogata mientras pensaba en casa. Me preguntaba si el viejo Ron había padecido por el golpe en la cabeza. Una parte mezquina de mí esperaba que así fuera. Aún sentía horror pensando en la forma en la que me había tocado y peor era recordar el momento en que me iba arrastrando hacia su hogar. Papá me enseñó desde niña que la violencia era incorrecta, pero más incorrecto era que un viejo abusivo pretendiera forzarme a realizar actos repugnantes, así que tampoco me sentía terriblemente culpable por mi modo de defenderme.
Una vez que estuvo lista la fogata, me dispuse a dormir. El frío aún me molestaba, sabía que en el morral contaba con los dos vestidos de mamá y que sus pesadas telas me podrían servir de abrigo, pero no deseaba dañarlos. Para mí eran más que un par de prendas, eran tesoros y deseaba cuidarlos como tal.
Tras un rato, comencé a adormecerme.
—Levántate —ordenó una voz autoritaria.
Me tomó unos instantes adaptarme a la luz de la mañana. Parpadeé un par de veces tratando de despabilarme, entonces noté el filo de la espada que se encontraba delante de mi rostro.
Todo rastro de sueño se esfumó en un segundo, me levanté de un brinco con el corazón en estado de alerta.
Frente a mí había un hombre joven apuntándome con su espada mientras me inspeccionaba de arriba abajo. Era alto, mucho más alto que los hombres de Poria, tenía el cabello rubio y facciones tan asimétricas que habría sido sencillo catalogarlo como bonito; sin embargo, la virilidad de su porte le daba un aire que desentonaba con un adjetivo tan delicado, entonces solo quedaba definirlo como apuesto. Eso era, apuesto. Y, por alguna razón, me estaba amenazando.
—¿Quién eres? Dime tu nombre —ordenó el hombre con voz de mando.
—¿Quién eres tú? —pregunté de vuelta. Probablemente era bobo mostrarme desafiante con alguien que tenía un arma, pero su forma de despertarme me había irritado y quería hacerlo notar.
—Déjate de juegos y responde, ¿qué haces en esta parte del bosque? Por aquí solo vienen aquellos con asuntos que esconder —dijo denotando sospecha.
—Estoy de paso —me defendí.
Miré su ropa con detenimiento, iba vestido con mucho lujo, su capa no tenía ni un solo remiendo y su espada brillaba como si fuese nueva. Debía tratarse de un guardia real, a ellos normalmente los emperifollaban porque a la realeza le gusta ver cosas lindas.
Era necesario que me librara de él, por su actitud parecía estar buscando problemas y yo no podía meterme en ninguno.
—¿A dónde te diriges? —me cuestionó el guardia.
—A la ciudad —contesté parcamente, procurando revelarle lo menos posible acerca de mí.
—¿A cometer fechorías? Dime, ¿has estado causando disturbios?
—¿Qué? ¡¿Cómo te atreves?! —pregunté indignada, solo porque mi ropa era humilde no me hacía una delincuente.
—Ah, ¿dices que no has cometido ningún acto ilícito? Bien, entonces no te molestará que revisé tus pertenencias —dijo y antes de que yo pudiera reaccionar, él ya había tomado mi morral.
#679 en Otros
#131 en Novela histórica
#1917 en Novela romántica
romance realeza, secretos de familia, matrimonio celos romance
Editado: 28.08.2024