El juego del amor

Capítulo 11

Seguí a la abuela fuera de la recámara. Caminaba despacio para no lastimarme con los alfileres, aún así, terminé llevándome uno que otro pinchazo.

En el comedor nos esperaba un hombre de cabello ondulado, alto, delgado y de expresión adusta. Era más joven de lo que esperaba, había imaginado al abuelo como un anciano de facciones dulces, pero Julián Russo distaba de ser anciano o dulce. De hecho, ni él ni Fiorella se veían como los abuelos en Poria, tenían mucha más vitalidad y el rostro prácticamente libre de arrugas, tal vez las leyendas sobre la larga juventud de la gente de Encenard eran ciertas después de todo. Sin embargo, no contaba con mucho tiempo para especular sobre el aspecto de mis abuelos, puesto que la mirada hostil de Julián Russo parecía engullirme entera.

Mi confianza se evaporó al tenerlo enfrente. Si Fiorella era pura miel, su esposo era el polo opuesto. Sus ojos me analizaban casi con desagrado, como si estuviera determinado a detestarme antes de cruzar palabra.

—Buenas noches… —saludé insegura y, por algún motivo inexplicable, hice una reverencia.

—Las reverencias son solo para los miembros de la realeza y, para colmo, la hiciste mal —dijo secamente.

Sentí la vergüenza golpearme el rostro. Quise volver en el tiempo y borrar mi torpeza.

—Lo siento… yo… —comencé a justificarme con nerviosismo.

—Tranquila, es un error común, a todos nos pasa —comentó Fiorella con una sonrisa amable.

—Jamás he sabido de alguien a quien le haya sucedido —refutó Julián.

—Bueno… yo tampoco, pero puede que haya pasado… —se justificó Fiorella, tratando de sonar conciliadora—. ¿Tienen hambre? ¡Cenemos! —exclamó invitándonos a tomar asiento.

La abuela me indicó donde sentarme. Desgraciadamente, era al lado izquierdo de Julián, que ocupaba la cabecera, mientras que ella tomó su lado derecho. Aunque solo nos separaba una mesa, me sentí compungida de encontrarme lejos de la calidez de Fiorella y atrapada junto a la hostilidad de su esposo.

Frente a mí había una cantidad excesiva de cubiertos y copas. Pensé que tal vez se habían equivocado, pero al ver el lugar de los demás, me di cuenta de que estaban del mismo modo.

—Aquí cada alimento tiene su propio utensilio —explicó Julián, entiendo de alguna forma mi confusión—. Supongo que en Poria consumías casi todas tus comidas con la mano.

—No todas… —respondí intimidada, el sentimiento de estar fuera de lugar se volvió más fuerte que antes.

—Poco a poco te enseñaré las costumbres de Encenard —dijo Fiorella con una enorme sonrisa—. Tengo muchos deseos de presentarte a todo mundo, pero primero convendrá que tomes lecciones de etiqueta. Mañana mismo puedo empezar a enseñarte, será divertido.

Asentí abrumada de pensar en todo lo que ignoraba y en la gente a la que iba a tener que impresionar. Al parecer ni siquiera podía ganarme a mi propio abuelo, así que el resto de la alta sociedad debía ser caso perdido. Habría sido mucho esperar que todos fueran tan gentiles como la abuela. Caí en cuenta de que la vida en Encenard iba a ser un reto.

—Muchas gracias —dije mostrando buena disposición para aprender.

—Lamento que la cena sea sencilla, de haber sabido que llegarías hoy, habría organizado un banquete —se excusó Fiorella mientras los sirvientes colocaban las bandejas de comida sobre la mesa.

Quedé boquiabierta al ver los platillos. Era más comida de la que teníamos en casa para la semana entera. ¿Cómo era posible que esto no fuera un banquete?

—Es magnífico, muchas gracias —dije con asombro.

A pesar de la comilona de la mañana y el dolor de estómago posterior, volvía a tener mucha hambre. Me serví de todo, aunque esta vez procuré comer de forma moderada, sabiendo que mis modales dejaban mucho que desear y con el propósito de ser lo menos desagradable posible para los Russo. Afortunadamente, ninguno de los dos comentó sobre mi comportamiento, Fiorella solo me señalaba de vez en cuando el cubierto que debía usar, acompañando cada indicación con una cálida sonrisa.

—Querido, necesito que hables con Nicolás —dijo Fiorella a media cena—. Rebecca tuvo un encuentro desagradable con un guardia en el bosque. Sin pruebas, la acusó de hurto y le decomisó los vestidos que traía con ella. Es un comportamiento inaceptable para la guardia real, debes pedirle a Nicolás que ponga orden en sus filas.

Para mi desconcierto, la petición enfureció a Julián.

—¿Qué ocurrencia es esta? ¡No voy a deshonrarme por unos vestidos! —exclamó él indignado—. Si le cuento a Nicolás del incidente tendré que explicarle el motivo de que mi nieta haya cruzado el bosque sola vistiendo cual pordiosera. ¿Sabes qué pasará entonces? La gente comenzará a hacer preguntas hasta descubrir que nuestra hija huyó para juntarse con un campesino muerto de hambre.

—Julián, por favor, no te alteres —pidió Fiorella con expresión compungida.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Que la gente sepa qué fue de Elicia realmente? —preguntó Julián con el rostro deformado por el enojo.

Me encogí en mi asiento, entendiendo ahora qué era lo que realmente le molestaba al abuelo: no era mi falta de modales, era yo.




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