Karl se recostó junto con su hija, abrazándola mientras dormía. El pequeño cuerpo subía y bajaba con una calma que contrastaba cruelmente con el ruido constante en su mente. Su respiración era tibia, confiada. Aún no conocía el mundo que su padre estaba ayudando a sostener.
Minutos después, su esposa entró a la habitación. Caminaba despacio, arrastrando un poco los pies, como si el cansancio se le hubiera acumulado en los huesos. Se recostó junto a él y murmuró:
—Me duele un poco la cabeza… voy a dormirme ya. Buenas noches.
Karl giró el rostro para mirarla. Sonrió. No fue una sonrisa alegre, sino una cuidadosamente construida, una que había aprendido a usar para que nadie notara cuánto se estaba resquebrajando por dentro. Cerró los ojos.
Durante unos segundos, el mundo pareció detenerse.
El teléfono vibró sobre la mesa.
Karl abrió los ojos de inmediato.
No saltó. No se sobresaltó. Solo aceptó que ese era el momento que había estado esperando desde hacía semanas, desde antes incluso de permitirse pensar que todo podría salir bien.
Se incorporó con cuidado. Cada movimiento estaba medido para no despertar a nadie. La habitación seguía envuelta en penumbra, apenas iluminada por la luz tenue que entraba desde la calle.
Tomó el teléfono.
No había nombre.
No había imagen.
Solo un mensaje:
“Todo está listo. Te esperamos aquí.”
Debajo, una ubicación precisa.
Karl cerró los ojos.
No sintió sorpresa.
No sintió miedo.
Sintió resignación.
Sabía perfectamente lo que significaba.
Dejó el teléfono sobre la mesa y regresó a la habitación. Se detuvo junto a la cama. Observó a su hija dormir, con el ceño relajado, aferrada inconscientemente a la sábana. Observó a su esposa, vulnerable, confiada, ajena a la maquinaria que ya se había puesto en marcha.
Karl se inclinó.
Besó la frente de su hija.
Luego la de su esposa.
—Las quiero —susurró—. Esto es por ustedes. Les daré lo que merecen.
Se enderezó.
Tomó su abrigo y sus llaves. Aún no había luz del día cuando salió del departamento y cerró la puerta con extremo cuidado. El sonido del cerrojo fue casi imperceptible, pero para él sonó definitivo.
El pasillo estaba vacío.
Presionó el botón del elevador.
Nada.
La luz parpadeó una vez.
Luego se apagó.
Karl soltó una breve exhalación. No había tiempo para frustrarse. Giró y comenzó a bajar por las escaleras. Ocho pisos. Ocho descensos que parecían interminables.
Mientras bajaba, su mente se fragmentaba. Una parte de él contaba escalones. La otra revivía listas completas: nombres, edades, deudas, antecedentes. Personas que en ese mismo instante dormían sin saber que ya estaban marcadas.
Caminaba como si estuviera entre vivo y muerto.
Cuando salió del edificio, el aire frío le golpeó el rostro con violencia. La calle estaba vacía, húmeda, silenciosa. Las farolas proyectaban sombras largas y deformes.
Un vehículo negro lo esperaba en el centro de Seoul que no estaba muy lejos de su hogar.
Sin placas.
Sin distintivos.
Las puertas se abrieron solas.
Karl no dudó.
Subió.
El interior era amplio, demasiado limpio. No había conductor visible. Las ventanas estaban completamente polarizadas. Cuando la puerta se cerró, el vehículo comenzó a avanzar sin que nadie dijera una sola palabra.
El trayecto fue desconcertante. Las calles conocidas desaparecieron poco a poco. Los giros parecían arbitrarios. En algún punto, Karl perdió toda noción del tiempo.
Finalmente, el vehículo se detuvo.
Las puertas se abrieron.
—Bienvenido, Karl —dijo una voz suave desde el interior—. Por favor, continúe.
Descendió.
Frente a él se alzaba una estructura monumental, de líneas rectas y superficie oscura. No había ventanas visibles. El edificio parecía absorber la luz a su alrededor, como si el exterior no tuviera permiso para existir allí.
Las puertas se cerraron a sus espaldas.
Un pasillo completamente blanco se extendía frente a él.
Bajó unas escaleras que lo llevaron a las instalaciones subterráneas de los macabros juegos. —Has llegado al núcleo operativo —anunció la voz—. A partir de este momento, asumirás tu rol completo como líder.
Karl avanzó.
El pasillo desembocó en una sala amplia. En el centro, sobre una mesa negra de acabado brillante, reposaba una máscara.
Era completamente negra.
Con bordes finos y fríos.
Con rasgos escalofriantes.
—Colócatela —ordenó la voz.
Karl la tomó. El material era frío, pesado. Al colocarla sobre su rostro, su respiración resonó en el interior. El mundo se redujo a lo que tenía enfrente.
—Identidad confirmada —dijo la voz—. Función confirmada: líder principal.
Una puerta lateral se abrió.
Karl cruzó.
Entró a su sala.
Era amplia, lujosa, pero inquietante. El suelo era de un material gris y pulido. Los muebles eran minimalistas, de diseño impecable. Todo transmitía poder.
Pero las paredes…
Las paredes eran completamente negras.
Reflejaban la luz.
La absorbían.
Al frente del sofá habia una pantalla gigante cubriendo un pasadizo. Estaban apagadas.
—Los jugadores llegarán en aproximadamente cuatro horas —informó la voz—. Están siendo recogidos desde sus ubicaciones.
Karl se sentó lentamente en la silla central.
Cuatro horas.
Cuatro horas para pensar.
Las pantallas se encendieron de pronto.
Una de ellas mostró una figura sentada frente a una mesa.
No estaba allí físicamente.
Era una videollamada.
—Karl Bienvenido. Dijo el tipo con máscara dorada.
La imagen era clara, pero el fondo estaba desenfocado.
—¿Eres tú el líder mundial? —preguntó Karl.
—Si, lo soy, bienvenido a tu nuevo mundo —respondió—. El que supervisa esta sede.
—Todo esto —dijo Karl, señalando la sala—… es más grande de lo que prometieron.
Editado: 15.12.2025