El juego del depredador

Capítulo 2: Huellas en el Santuario

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La cena fue una tortura china lenta y exquisita. Mackenzie empujó la comida alrededor del plato, sintiendo cada bocado como una piedra en su estómago.

La conversación, dirigida por sus padres, giraba en torno a temas banales y seguros: el clima, la universidad de Justyn una prestigiosa escuela de negocios a la que, por supuesto, había entrado con notas excepcionales, y los terribles inconvenientes que la familia de Justyn estaba enfrentando, de los cuales nadie daba detalles.

Justyn respondía con una educación fría y distante que impresionó a los anfitriones. Hablaba con la seguridad de quien está acostumbrado a ser escuchado, pero su mirada, cuando se posaba en Mackenzie, era un relámpago de pura burla.

Cada elogio de sus padres hacia él.

—¡Qué maduro eres, Justyn! ¡Debes contarnos tu secreto para la disciplina!

Era una aguja que se clavaba en el costado de Mackenzie. Ella permaneció en silencio, mordiéndose la lengua hasta sentir el sabor metálico de la sangre.

Finalmente, su madre se levantó.

—Justyn, cariño, déjame mostrarte tu habitación. Está justo al final del pasillo del ala este.

Justo al lado de la mía. La frase resonó en el cráneo de Mackenzie como un tambor. Sin decir una palabra, se levantó y subió las escaleras como un condenado camino al cadalso.

El pasillo de la planta superior era largo, alfombrado con una moqueta gruesa y beige que ahogaba los sonidos, creando un silencio opresivo. Las puertas de madera oscura, todas cerradas, parecían sellar secretos y miserias familiares.

Su madre abrió la última puerta a la derecha.

—Aquí está. El baño compartido está justo al otro lado del pasillo. Espero que estés cómodo.

Justyn asintió, arrojando su bolsa de deporte al suelo con un ruido sordo.

—Está perfecto, señora Lewis. Se lo agradezco mucho. —Su voz sonó sincera, pero cuando la señora Lewis giró la espalda, su mirada barrió el pasillo y se encontró con la de Mackenzie, que observaba desde el umbral de su propia habitación. Y entonces, guiñó un ojo.

Ella retrocedió como si la hubieran golpeado, cerrando su puerta de un portazo que hizo temblar el marco. Se apoyó contra la madera, jadeando, su corazón martilleándole en el pecho. Está aquí. Está realmente aquí. Al otro lado de esta pared.

Su habitación era su único refugio. Las paredes estaban cubiertas de sus bocetos y pinturas, algunas oscuras y tormentosas, otras llenas de color. Pilas de libros de arte y novelas góticas se amontonaban en el suelo.

Era un caos controlado, un reflejo de su mente que sus padres detestaban y por eso rara vez entraban. Ahora, ese santuario se sentía violado. La presencia de Justyn, tan cerca, era una mancha de tinta negra que se extendía y contaminaba su espacio.

Pasó la siguiente hora intentando concentrarse en un proyecto, pero cada pequeño ruido del otro lado la hacía saltar. El crujido de las tablas del suelo, el sonido del agua corriendo en las tuberías cuando usó el baño. Cada sonido era un recordatorio de su invasión.

La noche cayó por completo, envolviendo la casa en un silencio solo roto por el tic-tac del viejo reloj del pasillo. Mackenzie, finalmente agotada, decidió arriesgarse a ir al baño a lavarse la cara. Abrió su puerta con una lentitud exagerada, asomándose al pasillo a oscuras. Estaba vacío. Respiró aliviada.

Se lavó la cara con agua fría, intentando calmar los nervios que parecían tener vida propia. Al salir, sin embargo, se detuvo en seco.

La puerta de su habitación, que había cerrado por completo, ahora estaba entreabierta.

Un frío glacial la recorrió. Con mano temblorosa, la empujó. Nada parecía fuera de lugar. Su mirada escudriñó la habitación y se posó en su escritorio. Allí, en el centro, donde antes solo había un bloc de dibujo, ahora había un pequeño objeto.

Era una figurita de metal, un lobo pequeño y gruñón, grotesco y con una expresión malvada. Era exactamente del tipo de baratija que Justyn y sus amigos solían robar de las tiendas de la estación de tren en secundaria. Un "trofeo".

Lo cogió. El metal estaba frío en su mano. Y entonces, lo vio. Debajo de la figurita, había un trozo de papel doblado.

Con el corazón en la garganta, lo abrió. La letra era inconfundible: arrogante, puntiaguda, y tan familiar que le provocó náuseas.

—La puerta tenía muy poca resistencia, Mackie. Para tu seguridad, deberías usar llave. O no. Así es más divertido. Buenas noches. - J

La rabia que estalló dentro de ella fue tan intensa que la cegó. No era solo la intrusión, era la facilidad con la que había violado su espacio, su burla descarada, el recordatorio de que, para él, esto era un juego. Un pasatiempo favorito.

Apretó la figurilla con tanta fuerza que los detalles del metal le marcaron la palma de la mano. Cruzó la habitación de un tirón y abrió su puerta de par en par, lista para enfrentarse a él, para gritarle, para arrojarle el lobo a la cara.

El pasillo estaba vacío y en silencio. La puerta de su habitación estaba cerrada. Desde el otro lado de la madera, creyó oír el tenue sonido de una risa ahogada. O quizás solo fue el crujir de la vieja casa.




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