El juego del depredador

Capítulo 3: Viejos Hábitos

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La luz del día no trajo consuelo, solo una nueva capa de hielo sobre la rabia que Mackenzie sentía. El aroma a café y colonia aún flotaba en la casa, una mezcla nauseabunda que se le pegaba a la ropa y a la garganta. Subió a su habitación tras el desastroso desayuno, necesitando recuperar su equilibrio antes de marcharse. Necesitaba su cargador.

Fue directamente al enchufe que había detrás de su mesilla de noche. Nada. Frunció el ceño, arrodillándose para revisar si había caído. Barrió el suelo con la mano. Nada. Una punzada de ansiedad comenzó a crecer en su estómago. Su portátil estaba al 10%. Tenía que terminar unos ajustes en un proyecto digital antes de su clase de la tarde.

«Tranquila, Mack. Lo habrás puesto en otro sitio», se murmuró a sí misma, aunque sabía que no era cierto. Era meticulosa con sus cosas, un hábito nacido de la necesidad de control en un entorno que siempre le era hostil.

Comenzó una búsqueda frenética. Abrió cajones, revolvió el desorden de su escritorio, revisó debajo de la cama. Nada. El nudo de ansiedad se apretó. Justyn. La palabra resonó en su mente como un campanazo. Claro. ¿Quién si no?

Salió de su habitación como un huracán, dirigiéndose directamente a la puerta de la habitación de invitados. Ni siquiera se molestó en llamar; giró el pomo, pero estaba cerrada con llave. Golpeó la madera con los nudillos, con rabia.

—¡Justyn! ¡Abre esta puerta!

Pasaron unos segundos antes de que se oyeran unos pasos lentos al otro lado. La cerradura giró y la puerta se abrió lo justo para revelarle a él. Llevaba unos auriculares colgando al cuello, de los que salía un tenue sonido de rock agresivo. Su expresión era de fastidio fingido.

—¿Problemas, Princesa de Hielo? Estaba en medio de algo.

—Mi cargador. ¿Dónde está? —le espetó, sin rodeos.

Él arqueó una ceja, una sonrisa burlona jugueteando en sus labios.

—¿Tu cargador? ¿Por qué iba a saber yo dónde está tu cargador? ¿Soy tu personal asistente ahora?

—No me hagas esto, Justyn. Lo necesito para clase.

—Pues búscalo mejor. —Empezó a cerrar la puerta, pero Mackenzie la sujetó con el pie.

—¡Sé que fuiste tú!

Él suspiró, exageradamente, como si ella fuera una niña que le agotara.

—Mackenzie, de verdad. ¿No serás tan paranoica? Mira… —abrió la puerta un poco más y señaló con la cabeza hacia su mesilla de noche. Allí, enchufado a la pared, estaba su cargador, conectado a un reluciente teléfono nuevo que ella no reconocía—. ¿Ves? Yo tengo el mío. ¿Por qué iba a querer el tuyo? A menos que el tuyo sea especial… —su mirada fue deliberadamente lenta, recorriendo su cuerpo de arriba abajo antes de volver a sus ojos—, pero dudo mucho que lo sea.

Ella se ruborizó, una mezcla de vergüenza y furia.

—Ese es el mío. El adaptador tiene una marca de uñas esmalte rosa. ¡Ese es mi cargador!

Justyn miró el enchufe, fingió sorpresa y luego se encogió de hombros.

—Vaya, parece que tienes razón. Qué raro. Debí de confundirlos anoche cuando pasé por tu habitación. Lo siento. —Sus palabras eran una burla. No lo sentía en absoluto.

—Pásamelo.

—Claro. —Desenchufó el cargador con calma. Pero en lugar de dárselo, lo sostuvo en el aire, entre ellos—. Di por favor.

Mackenzie apretó los puños.

—Justyn.

—Es una palabra corta. P-O-R F-A-V-O-R. —Su sonrisa era un cuchillo—. Vamos, Mackie. ¿No te enseñaron modales tus papis?

Ella quería arrancarle esa sonrisa de la cara. Tragó su orgullo, sabiendo que era lo que él quería.

—Por favor. —La palabra sabía a ceniza.

—¡Perfecto! —Le lanzó el cargador. Ella lo atrapó torpemente contra su pecho—. Más te vale darte prisa. Parece que tu portátil se está quedando sin vida.

Señaló con la cabeza hacia dentro de su habitación, donde su portátil, efectivamente, mostraba un símbolo de batería crítica en la pantalla.

Él había estado en su habitación. De nuevo. La vio palidecer y su sonrisa se amplió.

—Hasta luego, Princesa.

Cerró la puerta en su cara antes de que ella pudiera articular una respuesta.

Mackenzie retrocedió, temblando. No era el cargador. Era el principio. Era el mensaje: Puedo entrar cuando quiera. Puedo tomar lo que quiera. Estás indefensa.

La tarde no mejoró. Decidió darse una ducha rápida para calmar los nervios. El agua caliente le ayudó un poco. Hasta que se lavó el pelo. Al enjabonarse, notó un olor extraño, más químico y acre de lo normal. Abrió los ojos, escocidos, y vio el frasco de champú que había usado. No era el suyo. Era uno que había en el estante, de una marca barata que prometía «rojo oscuro extremos».

Con un grito ahogado, se enjuagó el pelo frenéticamente, frotándose el cuero cabelludo hasta que le dolió. Salió de la ducha y se miró en el espejo empañado. Su pelo, de un rubio bello parecía estar bien. Por ahora. Pero el mensaje estaba claro: Puedo dañarte. Puedo cambiar hasta lo más básico de ti.




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