El «Café Neblina» era el antídoto perfecto para la casa de los Lewis. Olía a grano tostado, canela y humedad de lluvia antigua. Era desordenado, acogedor y, lo más importante, era suyo. Un rincón del mundo donde las apariencias no importaban y los sofás de cuero agrietado te abrazaban, aunque tuvieras el día roto.
Mackenzie llegó primero, como siempre. Se hundió en su rincón favorito, una mesa redonda en la parte trasera, semioculta por una estantería llena de libros abandonados. Pidió un café negro, fuerte como la ira que aún le hervía en las venas, y esperó. Jugueteaba nerviosa con los tirantes de su mochila, sus ojos fijos en la puerta, como si en cualquier momento Justyn pudiera aparecer tras ella, con esa sonrisa de depredador.
No tardaron en llegar. Heather irrumpió primero, una explosión de color y energía en un día gris. Llevaba un abrigo rosa fucsia y unos pendientes enormes que le tintineaban con cada movimiento.
—¡Cariño! —exclamó, lanzándose sobre Mackenzie para abrazarla como si llevaran años sin verse—. Llegas temprano, eso significa que o tienes noticias jugosas o el mundo se acaba. ¿Cuál es?
Detrás de ella, con la calma de un glaciar, apareció Roma. Alto, ancho de hombros, con una chaqueta de mezclilla oscura y una expresión que siempre parecía estar analizando el mundo en busca de amenazas. Su saludo fue un leve asentimiento y una mano firme sobre el hombro de Mackenzie, un gesto de apoyo silencioso que le hizo querer llorar.
—Chica, tienes una puesta horrible —dijo Heather, escrutando su rostro sin piedad mientras se sentaba—. Parece que no hayas dormido en semanas. ¿Son los padres?
—Peor —consiguió decir Mackenzie, su voz un hilillo tenso. Tomó un sorbo de café amargo, buscando coraje en la profundidad de la taza— ¿Se acuerdan de Justyn?
El ambiente en la mesa cambió instantáneamente. La frivolidad de Heather se esfumó, reemplazada por una rara seriedad. Roma se irguió en su silla, sus ojos oscuros se estrecharon.
—¿Justyn Valer? ¿El cabrón de tu instituto que te hizo la vida imposible? ¿Ese Justyn? —preguntó Heather, cada palabra más cortante que la anterior.
Mackenzie asintió, tragando saliva.
—Sí. Él… —Respiró hondo—. Está viviendo en mi casa.
El silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Heather dejó su taza de té con un golpe seco.
—¿Perdona? —casi gritó—. ¿Qué quieres decir con que está viviendo en tu casa? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Sus padres tienen problemas, o eso dicen los míos. Ellos decidieron… ayudarlo. Ofrecerle hospedaje. —La palabra sonó ridícula, obscena, en su boca.
—¿Y tus padres están bien con eso? ¿Después de todo lo que te hizo? —Heather estaba al borde de la indignación total.
—No lo saben. Nunca les conté… la mitad de las cosas. Para ellos era solo un "chico problemático con potencial". Ahora es un "joven maduro con un futuro prometedor". —Imitó la voz falsamente dulce de su madre, y el sonido le provocó náuseas.
—Mack, eso es… eso es una locura —dijo Heather, bajando la voz a un susurro conspirativo—. Tienes que echarlo. Ahora mismo. Cuéntales a tus padres todo. Lo del champú, las notas, lo del cargador… ¡Todo!
—¡No funcionará! —Mackenzie se llevó las manos a la cara, frotándose los ojos con fuerza—. Él los tiene hechizados. Se mostrará comprensivo, dirá que son malentendidos, que solo está intentando llevarse bien. Mis padres le creerán a él. Siempre le creen a la gente que parece perfecta. —La amargura en su voz era palpable.
Fue entonces cuando Roma habló. Su voz era baja, calmada, pero cargada de una peligrosa intensidad que hacía que hasta el aire a su alrededor pareciera vibrar.
—Dime exactamente qué ha hecho.
Mackenzie lo miró. Los ojos de Roma nunca se apartaban de los suyos, escuchando cada palabra, cada pausa, cada temblor en su voz. Ella le contó todo. El cargador. La nota en el teléfono. El champú. La forma en que manipulaba a sus padres. La amenaza constante y sutil.
Cuando terminó, Roma no dijo nada durante un largo minuto. Su mandíbula estaba apretada, una vena palpitaba levemente en su sien. Finalmente, colocó sus grandes manos sobre la mesa, con una calma que resultaba aterradora.
—Dame la palabra, Mack —dijo, su voz apenas un susurro ronco—. Un par de días. Lo echo de tu casa. De tu vida. Para siempre. No volverá a molestarte.
Heather contuvo el aliento. Mackenzie sintió un escalofrío. No era una bravuconada. Roma no hacía esas cosas. Era una promesa. Sabía que su familia tenía conexiones en lugares poco recomendables. Sabía que lo decía en serio.
—Roma, no… —murmuró, horrorizada por el alivio instantáneo que sintió ante la idea.
—¿Por qué no? —preguntó él, sin pestañear—. Es una solución. La única que entiende la gente como él. No va a parar, Mack. Gente como él nunca para. Solo necesitas decir que sí.
—¡No podemos convertirnos en eso! —intervino Heather, aunque su voz carecía de convicción. Parecía tan tentada por la solución rápida y violenta como asustada por ella.