La mañana siguiente olía a huevos revueltos, bacon crujiente y traición. Mackenzie descendió las escaleras con la lentitud de un preso camino al patíbulo. Cada paso hacia el comedor era una batalla contra el instinto de girarse y huir. Sabía lo que la esperaba. Había aprendido a reconocer el sonido de esa particular felicidad falsa en la voz de su madre, un tono chirriante que solo aparecía cuando había una audiencia que impresionar.
Al cruzar el umbral, la escena fue tan perfectamente dolorosa como había anticipado. La mesa de roble brillaba bajo la lámpara, puesta con la vajilla buena, la que solo salía para ocasiones especiales o para aparentar normalidad.
Sus padres estaban en sus sitios y Justyn, vestido con un jersey negro de cuello alto que hacía parecer aún más intensos sus ojos verdes y sus oscuras pestañas, ocupaba el lugar de honor a la derecha de su padre, como un príncipe consorte recién llegado.
—…y por supuesto, la clave está en la cartera de inversiones diversificada —decía Justyn con una voz suave y segura que sonaba completamente alienígena a esa hora de la mañana—. No se puede confiar todo a un solo caballo, por muy seguro que parezca.
El señor Lewis asentía, embobado, cortando su bacon con un fervor casi religioso.
—Inteligente, muy inteligente, muchacho. A tu edad, yo solo pensaba en coches y chicas—. Soltó una risotada forzada.
—Justyn tiene una mente financiera excepcional —añadió la señora Lewis, sirviéndole más zumo de naranja como si él fuera un invitado de cinco estrellas—. Es tan… aplicado.
Mackenzie se deslizó en su silla, la de siempre, la que ahora estaba relegada a un rincón lejano de la mesa, como una hija de segunda categoría. El sonido de la silla al arrastrarse fue un chirrido de protesta que nadie pareció oír.
—Buenos días, Mackenzie —dijo su madre, sin apartar los ojos de Justyn—. Al fin te dignas a bajar. Justyn ya ha desayunado, ha leído las noticias financieras y ha planeado su día. Algún día deberías aprender de su disciplina.
Mackenzie apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. Cogió una tostada y la estuvo untando con mantequilla con una furia contenida que hizo que las migas saltaran por todos lados.
—Déjala, Sra. Lewis —dijo Justyn, con una sonrisa condescendiente—. Los artistas tienen sus propios horarios. No son de este mundo. —Su tono era amable, pero las palabras eran un dardo envenenado, pintándola como una despistada, una irresponsable.
—¡Al menos tú sí que eres de este mundo! —exclamó su padre, señalando a Justyn con su tenedor—. Con los pies en la tierra. Mackenzie, ¿has pensado ya en qué vas a especializarte? No puedes pasarte la vida dibujando garabatos.
Los «garabatos» eran un portfolio de diseño que le había costado semanas de sueño y esfuerzo. Mackenzie sintió que la sangre le ardía en las venas.
—No son garabatos, papá. Es diseño gráfico. Es una carrera con salidas —dijo, intentando mantener la voz calmada.
—¡Claro que sí! —intervino Justyn, demasiado rápido, demasiado amable—. He visto alguno de tus trabajos, Mackie. En el portátil. Son… muy coloridos. Muy creativos. —Hizo una pausa, tomando un sorbito de café—. Aunque tal vez un poco abstractos para el mercado comercial. Pero seguro que con el tiempo aprendes a ajustarte a lo que la gente realmente quiere.
Era un maestro. La elogiaba mientras le clavaba el cuchillo, minando su credibilidad delante de sus padres, quienes asentían como bobos.
—Eso es, ¡ajustarse! —mencionó su madre, señalando a Justyn con la cabeza—. Este sí que sabe. Ya tiene prácticas garantizadas en la firma de un amigo de tu padre. ¿Ves, Mackenzie? Así es como se hace. Con conexiones y ambición real, no con sueños.
Mackenzie clavó la mirada en su plato, viendo cómo la yema de huevo se extendía como un derrame de pus.
Sentía el peso de la comparación, la injusticia, la manipulación descarada. Justyn no estaba solo disfrutando de su molestia; estaba reconstruyendo la dinámica familiar a su alrededor, colocándose como el hijo favorito, el ejemplar, y relegándola a la oveja negra, la decepcionante.
—No todos tenemos papás que nos consiguen prácticas, mamá —murmuró, incapaz de contenerse por más tiempo.
El silencio fue instantáneo y glacial. Su padre dejó el tenedor con un golpe seco.
—Mackenzie, esa envidia no te queda bien —dijo con una voz gélida.
Justyn puso una expresión de falsa pena.
—No, no, por favor, no discutan por mí. Mackenzie tiene razón. Yo he tenido… ventajas. Aunque también he tenido mis obstáculos. —Bajó la mirada, interpretando a la perfección el papel de chico humilde y resiliente.
—¡Tú te lo mereces! —insistió la señora Lewis, lanzando una mirada acusadora a su hija—. Tienes la actitud correcta. No como algunas, que solo saben quejarse y menospreciar los logros de los demás.
Mackenzie sintió que la rabia le nublaba la vista. Levantó la cabeza y clavó sus ojos azules, brillantes de furia, en los verdes y serenos de Justyn. Él la miró de vuelta, y en las profundidades de su mirada, lejos de la fachada de preocupación, ella vio el destello de pura y absoluta diversión. Estaba gozando cada segundo de esto.