El juego del depredador

Capítulo 6: El Eco del Pasado

a4836894b10eaac8c13588b808583547.jpg

Flashback.

El olor a pintura acrílica y madera de cedro era el aroma de la ilusión. Para Mackenzie de quince años, el taller de arte no era una clase; era un santuario. Un lugar donde el silencio solo se veía interrumpido por el rasgado de un carboncillo o el suave susurro de un pincel sobre lienzo. Donde el desorden de colores y papeles era un orden perfecto. Allí, por un par de horas, el mundo no la señalaba, no se burlaba, no la empujaba hacia la sombra. Allí podía respirar.

Durante semanas, había estado trabajando en su proyecto final: una escultura de una pantera negra, hecha de alambre forjado y papel maché, pintada con tonos tan oscuros y profundos que parecía absorber la luz a su alrededor. Era poderosa, elegante y feroz. Todo lo que ella anhelaba ser y no era. Todo lo que necesitaba que alguien viera en ella, aunque nunca se atreviera a decirlo en voz alta. Era la pieza más personal y perfecta que había creado nunca.

—Es increíble, Mack —susurró Heather, observando cómo Mackenzie aplicaba los últimos toques de pintura iridiscente para simular el brillo del músculo bajo el pelaje oscuro.

—Al profesor le va a dar un infarto —añadió Roma, quien, aunque no era de arte, siempre se colaba en el taller para verla trabajar. Su admiración era silenciosa y constante, un faro de apoyo.

Mackenzie sonrió, limpiándose una mancha de pintura negra en la mejilla. Se sentía invencible. Por una vez, todo encajaba. La pieza estaba terminada, lista para ser presentada a la mañana siguiente. Decidieron dejarla secando en el estante de proyectos finales, en un rincón tranquilo del taller, cubierta con un paño para protegerla del polvo.

Antes de irse, se sentaron en el suelo junto a los estantes, con el olor a pintura aún fresco y el eco de la música que alguien dejaba siempre de fondo.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Heather, abrazando sus rodillas—. Que mañana te vas a robar toda la atención y yo voy a tener que aguantarme los celos.

Roma soltó una risita.

—Por favor, Heather, tú no puedes estar celosa de nadie. Además, Mack se lo ha currado. Esta pantera es… —buscó las palabras, chasqueando los dedos— es como ella.

—¿Como yo? —preguntó Mackenzie, arqueando una ceja.

—Sí —dijo Roma, inclinándose hacia delante con seriedad cuando era de decir una cosa importante—. Misteriosa, fuerte… y un poco intimidante si te la quedas mirando demasiado rato.

Heather sonrió y asintió.

—Yo diría lo mismo, pero con menos poesía. A veces creo que ni tú misma sabes lo fuerte que eres, Mack.

Mackenzie bajó la mirada, fingiendo interesarse por una gota de pintura que se había escurrido al suelo. Dentro de ella, la frase retumbó como un eco al que no estaba acostumbrada: fuerte.

—Ojalá tengan razón —murmuró, apenas audible.

Roma le dio un golpecito en el hombro.

—La tenemos y mañana todos lo verán.

—Mañana será un día histórico —bromeó Heather mientras cerraban el taller a su hora de comer—. Mackenzie Lewis, la artista desconocida, revelada al mundo.

Mackenzie rió bajito, pero en el fondo lo creyó. Esa noche, Mackenzie soñó con aplausos, con flashes, con una multitud que por fin veía en ella algo más que un blanco fácil.

La realidad, al día siguiente, fue un despertar brutal.

Al entrar en el taller de arte, supo que algo andaba mal incluso antes de verlo. Un grupo de estudiantes susurraba alrededor de su estante, algunos con las manos en la boca, otros con risitas nerviosas. Su corazón se encogió. El aire se volvió pesado, casi irrespirable. Corrió hacia allí, empujando a la gente a un lado.

Y entonces lo vio.

La pantera ya no era una criatura de elegancia y poder. Era una parodia grotesca. Alguien le había embadurnado todo el cuerpo con pintura rosa fluorescente. Le habían pegado enormes ojos saltones de plástico y colocado un ridículo collar de lentejuelas moradas alrededor de su cuello musculoso. En el suelo, frente a la figura, habían escrito con spray plateado las palabras: «SOY UNA GATITA FEA».

El mundo se desvaneció a su alrededor. El aire le abandonó los pulmones. El rugido de la sangre en sus oídos ahogó las risitas y los murmullos. Se llevó una mano temblorosa a la boca, ahogando un grito que era puro dolor. Sentía que el suelo bajo sus pies se partía en dos.

—Vaya, ¡qué… transformación más radical, Lewis! —una voz cortó su agonía como un cuchillo.

Mackenzie giró sobre sus talones. Justyn estaba apoyado contra la puerta, con Jason y Lukas a sus espaldas como dos sabuesos leales. Los tres tenían las mismas sonrisas anchas y crueles. Justyn cruzó los brazos sobre su pecho, luciendo su jersey de futbol americano como una armadura.

—Siempre dije que tu arte era demasiado pretencioso —continuó, su voz un zumbido de mosca sobre el cadáver de su obra—. Le faltaba… ligereza. Un toque de humor. ¿No crees?

—¿Por qué? —fue lo único que Mackenzie pudo articular. Su voz sonó quebrada, infantil, llena de lágrimas no derramadas.

Justyn se encogió de hombros, una sonrisa despreocupada jugueteando en sus labios.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.