El juego del depredador

Capítulo 7: Juegos de Poder

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La biblioteca de la universidad olía a papel viejo, polvo y ansiedad. Mackenzie había pasado las últimas tres horas sumergidas en los bocetos preliminares de su nuevo proyecto, un refugio en la concentración y la creación. Aquí, entre estantes abarrotados y el suave zumbido de los fluorescentes, podía casi olvidar la sombra alargada que Justyn proyectaba sobre su vida.

—Necesito café o moriré —anunció Heather, estirándose hasta crujir la espalda. ¿Vienes?

Mackenzie asintió, guardando sus lápices con alivio. Necesitaba un respiro. El «Brew & Brew», una cafetería ruidosa y llena de plantas colgantes a dos calles del campus, era su meta. El aire frío de la tarde le golpeó el rostro, despejando un poco la niebla de su mente.

La cafetería estaba llena del bullicio habitual: estudiantes charlando, parejas estudiando, el silbido de la máquina de expresso. Era un caos vital, reconfortante. Se colaron en la fila, riéndose de un profesor particularmente estricto, y por un momento, Mackenzie se sintió normal. Solo una estudiante más.

Fue Heather quien lo vio primero. Su risa se cortó de golpe y su mano se cerró alrededor del brazo de Mackenzie con fuerza de tenaza.

—Mack, no mires ahora, pero a las tres en punto. Mesa en el rincón. Diablo número uno acaba de entrar con su séquito del infierno.

El corazón de Mackenzie dio un vuelco violento contra su caja torácica. Siguió discretamente la mirada de Heather. Y allí, anclado en la penumbra de un rincón, como un lobo en su guarida, estaba Justyn.

No estaba solo. Jason y Lukas lo flanqueaban, como dos versiones más toscas y desgastadas de él. Jason, más alto y fornido, con una sudadera con capucha que le ocultaba parte del rostro, jugaba con un encendedor. Lukas, delgado y con una sonrisa desagradable, miraba alrededor de la cafetería con desdén, como si todo estuviera por debajo de él.

Pero era Justyn quien dominaba el espacio. Estaba reclinado en su silla, con una elegancia indolente, vistiendo una chaqueta de cuero negro sobre una camiseta gris. Su brazo tatuado descansaba sobre la mesa. No estaba bebiendo nada. Solo observaba y su mirada, intensa e inmutable, estaba clavada directamente en ella.

Mackenzie se congeló, atrapada como un ciervo bajo los faros de un camión. La cacofonía de la cafetería se desvaneció hasta convertirse en un zumbido lejano. Todo su cuerpo se tensó, preparándose para… ¿qué? ¿Un insulto? ¿Una burla? ¿Que se acercara a molestarla?

Pero él no se movió.

No dijo una palabra.

No hizo ningún gesto.

Solo la miró. Su expresión era impasible, casi aburrida, pero sus ojos verdes brillaban con una lucidez aterradora. Era como si toda la cafetería, con su ruido y su vida, se hubiera desvanecido, y solo existieran los dos, conectados por un hilo tenso de pura y cruda intimidación.

—¿Qué hace aquí? — susurró Heather, aterrada— ¿Nos está siguiendo?

—No lo sé —murmuró Mackenzie, incapaz de apartar la vista. Sentía un sudor frío en la nuca. Era un recordatorio. Un mensaje silencioso y brutal. No estás a salvo aquí. No estás a salvo en ningún sitio. Mi alcance es más largo de lo que crees.

Jason murmuró algo a Justyn, riéndose entre dientes. Justyn ni siquiera parpadeó. Su atención permaneció fija en Mackenzie, como un depredador que no necesita moverse para que su presa sepa quién manda.

Lukas, en cambio, sí les dedicó una sonrisa amplia y obscena, alzando su taza de café en un falso brindis burlón.

—Vámonos —dijo Heather, tirando del brazo de Mackenzie—. Ahora.

Mackenzie asintió mecánicamente. Su pulso latía con fuerza en sus oídos. Dio media vuelta, sintiendo cómo esa mirada la quemaba en la espalda, atravesando su chaqueta, su piel, hasta clavarse en sus huesos. Caminaron hacia la salida, apresurando el paso, sin mirar atrás.

El aire frío de la calle le golpeó de nuevo, pero ya no era refrescante. Era gélido. Se estremeció.

—¿Crees que nos siguió? —preguntó Heather, mirando por encima del hombro con paranoia.

—No lo sé —repitió Mackenzie, envolviéndose en su propia chaqueta. Su voz sonaba temblorosa. No había hecho nada. No había dicho nada. Y, sin embargo, había logrado hacerla sentir más vulnerable y asustada que con todas sus molestias en casa. Era un poder diferente. Más sofisticado. Más perverso.

—Tengo que decírselo a Roma —dijo Heather, sacando el teléfono—. Esto ya es acoso.

—¡No! —La respuesta de Mackenzie fue más brusca de lo que pretendía. Respiró hondo—. No. Eso es lo que él quiere. Que reaccione. Que me asuste. Que le dé importancia.

Se detuvo en la acera, mirando el tráfico que pasaba. La rabia comenzaba a reemplazar al miedo, una rabia caliente y amarga.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Heather, desesperada.

Mackenzie se volvió, mirando en dirección a la cafetería. No podía verlo, pero sabía que aún estaba allí. Observando.

—Nada —dijo, y su voz sonó extrañamente fría, incluso para sus propios oídos—. Absolutamente nada. No le demos el espectáculo que busca.»}




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