El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

1. Jor I

Inicio de la primera parte de la obra: Pesadilla.

La aldea de vista al mar

Catorce años después del prólogo.

Sentía una constante comezón a lo largo de todo mi cuerpo, se intensificaba con cada segundo que pasaba y hacía que me retorciera sutilmente en las mantas a las que llamaba lecho.

Pero... no estaba en mi casa. El suelo era frío, agrietado y raspaba. Además el ambiente estaba caliente y cargado y sentía que mi respiración se cortaba poco a poco.

«¿Qué me pasa?». Estaba pensando, pero no cabía ninguna situación como esta en mis recuerdos, que según el educador general los sueños son.

«¿Y si esto no es un sueño?».

Abrí los ojos con pereza y habría preferido el escenario de oscuridad que me permitía ver al tener los ojos cerrados. Las nubes se cernían a un pico alto, la punta estaba cubierta por la cantidad de nubes oscuras y el humo que venía de quién-sabe-donde.

El cielo se presentaba de un color carmesí, como de las espadas que usualmente fabrica el herrero, o del color de la sangre, que no había visto otra que la de los caballos en momento de hambruna.

Estaba echado en una explanada desértica, el áspero suelo era el resultado de la arena seca que al parecer se había compactado a lo largo de los años, el calor era por la misma razón de la que había un desierto. Se decía que las explanadas amarillas eran propicies del calor del mundo y yo no era quién para desacreditar la palabra de los más reconocidos sabios.

Me puse de pie, pues el lugar me parecía tan fantástico como irreal y tenía la necesidad de explorarlo.

—Hola —pronuncié en voz baja y sentí como el cielo se cernía a mi cabeza, sentía una presión y mi respiración dificultó.

El aire se volvía pesado, más de lo que ya estaba por la cantidad de humo que no paraba de brotar de algún lugar para mí desconocido, algo me decía que se trataba de aquel pico, ya que su punta estaba cubierta por esas nubes negras que no dejaban de cubrir el lugar.

No tardó mucho para que sonaran relámpagos, de entre las nubes destellos luminosos mostraban su composición y corrupción. Fue cuando tembló la tierra. Fue cuando caí al suelo y mi cabeza empezó a reclamarme por algo.

—Levántate —escuchaba en susurros— levántate.

El dolor era tal que llevé mis manos a la cabeza inmediatamente, sentía los pálpitos de mi corazón en mi misma cabeza y además sentía que los ojos decidirían separarse del cuerpo para ya no sentir dolor. Entonces empezaron los escalofríos, el sudor y me pregunté por un momento si es que así se saborearía la muerte.

Era un lugar tan extraño que todo era absolutamente posible.

Con las manos en la cabeza y el dolor incesante, empecé a arrastrarme por el suelo, mis ropas se desgarraban y mi cuerpo adquiría heridas y... quemaduras. El suelo quemaba.

Entonces grité, pero mi grito se ahogo en una inmensa oscuridad y dos alas intensamente negras se alzaron bordeadas de luz.

***

Abrí los ojos, me encontré con un escenario común y después del sueño: agradable a pesar de las pésimas condiciones de vida.

Miré las mantas en las que dormía, paralelo a las mías estaban las de mi madre, que no estaba en casa.

Gotas de sudor corrían por mi frente y un escozor en la garganta me indicaba que había estado sollozando o gritando. Miré por un momento los troncos de la carpa casi-improvisada que llamaba hogar, habían dos en la parte trasera de la vivienda, uno adelante, cubiertos por una manta de color hueso que por el tiempo parecía humo y por la hora gris.

Miré al suelo, el pasto crecía ya mucho y no tardaría mucho para que me mandaran a cortarlo. Las mantas de mi madre estaban todas desparramadas y la carne que vendíamos encima de una pequeña mesa de madera, cubiertos de sal para que se preservara.

Me llevé las manos a la frente y quise llorar, por todo y por nada. Por la asquerosa vida que me había tocado y por las privilegiadas condiciones de vida de mis amigos, salí de la carpa y miré al cielo, azul y limpio, con estrellas por doquier y algunas aves nocturnas volando de árbol en árbol.

Bajando la mirada por el camino de tiene que conduce al resto del pueblo noté una luz, púrpura, azul. ¿Amarilla?

Era cambiante, casi maravillosa, pero me infundía un temor que no era normal en mí, recodé momentos, sentimientos, de todo. Una nana que me cantaba mi padrastro de pequeño, como jugaban mis hermanas en la hierba y en la arena de la aldea. Luego recordé sus manchas, las manchas púrpuras en la piel que se las habían llevado a la muerte una a una. Año tras año.

Luego recordé ese último año hace cuatro años, como padre se había marchado cuando empezó la Guerra de Sucesión, puesto que habían dos hermanos que se disputaron el trono, al final fue en vano ya que lo resolvieron usando las antiguas tradiciones. Pero él no volvió, si murió fue en vano.




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