Sin alas, sin esperanza
Escuchaba los gritos de conmoción de la gente de la aldea, retumbaban en mi cerebro y no me dejaban relajarme, quería abandonarme a morir y que estos invasores acabarán de una vez con el dolor que tenía.
Entonces recordé a mi padrastro, Jod, era un buen hombre que había muerto en el sufrimiento de la guerra, librando quizás batallas como la que se oía feroz en la parte baja de la aldea.
—¡Qué vamos a hacer! —grito el maestro en desesperación— ¡Vamos a morir!
—¡Cálmese! —gritó mi madre que por nada del mundo se alejaría de la carpa, cosa que Maestro no entendió.
Salió a mucha velocidad, lleno de miedo y por el sonido cercano de una caída supuse que lo habían matado.
Miré a mi alrededor y poco a poco las luces que había impuesto el Sabio estaban desapareciendo, el farol tambaleante de mi madre fue apagado por ella misma y la carpa se quedó a oscuras.
Aun así el dolor no cesó.
—Tengo que buscar a mi madre —dijo Bay— no se preocupen por mí, estaré bien.
—Cuídate mucho, mi niña. Esos hombres son salvajes.
—No son hombres, tía Jer. Son animales, son tigres o algo similar.
Abandonó rápidamente la carpa y vi antes de que se cerrará por completo que se arrastraba por el suelo. De pronto empecé a escuchar el sonido de las alas de los gurianos con más fuerza y cada golpe se intensificaba en mi cerebro, la muerte estaba cerca.
Miré a mi madre, pensé en la luz de la noche anterior, de su ausencia en la noche y con un buen presentimiento le dije:
—Ma, no sé qué haces en las noches —quiso decir algo, pero le dije que no con señas— necesito que me ayudes con lo que sea que haces.
—Pero... pero, solo son engaños, me hago pasar de curandera.
—Pues se una curandera de verdad conmigo, tienes que creer que puedes.
Se movió apresuradamente a la mesa donde estaba la carne que vendíamos y levantó una tabla de madera, allí había una bola de cristal de color blanco, que resplandeció cuando mi madre se acercó a mí.
—Jamás había hecho eso.
—Tómalo como un buen augurio —le dije, dándole ánimos.
Coloco con las dos manos la bola de cristal en el suelo, justo al frente mío, el piso al ser de tierra no presentó dificultades para que se quedara quieta. Me miró a los ojos.
—Naciria Keritia, Diosa de la Vida y el Nacimiento, otorga de buena salud a mi hijo, tu hijo y hermano de tus hijos, para que pueda seguir con su vida y encontrarse con su padre en el Svetlina.
Una luz corrió a lo largo de toda la habitación y fui forzado al sueño. No quería dormir, pero dormí. No quería dormir, porque eso implicaba encontrarme con el gigante hombre de la maza y volver a los dolores de cabeza. Pero esa ve fue distinta.
***
Una luz infinita nubló mi visión y me dejó en una ceguera de completa luz. Todo era absolutamente blanco y no había ningún rastro de impureza, ni maldad, ni fuego, ni humo, ni armas. Nada.
Poco a poco el lugar adoptó la forma de una cúpula, las paredes eran ovaladas, al igual que el techo, pero el suelo era recto y liso, sin ningún accidente.
De mis pies creció una alfombra que llegaba hasta un trono, tan blanco como el resto de la cúpula y el suelo. La alfombra era roja como las fresas.
Una mujer estaba sentada en el trono, su cabello era rubio, sus ojos dorados y su piel tan blanca como la nieve, los pómulos marcados y salidos, el rostro en forma de corazón y los ojos grandes como nueces. Detrás del trono a su lado derecho estaba una joven, era una copia idéntica de la mujer del trono, pero de cabellos y ojos rojos, llevaba un colgante con rubíes y sus pestañas eran tan largas como medio dedo. Al lado izquierdo había otra mujer, mayor, pero no anciana; sus ojos y cabello eran púrpuras, la nariz era recta a diferencia de las otras dos, que la tenían respingada. La mujer de cabellos púrpuras tenía facciones más rectas que mostraban su sabiduría.
—Es verdad —dijo la del trono— El Guardián ha empezado con su misión.
—Disculpa —dije esforzando la voz, no entendía nada de lo que pasaba.
—Tu tiempo a llegado, Hijo del Tiempo mismo —dijo la del cabello púrpura— y estás aquí para que los dones del águila te sean concedidos.
—Por voluntad del mayor —dijo la del colgante de rubíes— yo Vitalite, Diosa de la Muerte, por el poder que me concede mi naturaleza, te absuelvo de la capacidad de morir, porque fue la voluntad del Guardián y la del primero.
—Yo Naciria Keritia —dijo la de los cabellos púrpuras— te otorgo la buena salud que tú madre pidió por ti, para que goces de la vida eterna que mi nieta promete.
—Y yo te otorgaría algo más —dijo la del trono— pero el tiempo se acaba, solo me queda advertirte. Ten cuidado, los tiempos cada vez son más oscuros y los caminos más entreverados, muchos amigos perderás y nuevos obtendrás, y si tu misión has de cumplir. No te desviarás.