Un mal recado
«Serena, Sirinna». Trataba de calmarme una y otra vez.
Estaba montada en Hork y avanzaba en paso lento en esas horas de la noche, estaba en Gurbaskualt, cerca de las costas, preparado para hacerme con el cargamento que estaría paseando en una tranquila carreta por los caminos imperiales.
Mi animal a paso ligero trepó por un tronco caído hacia la copa de los árboles, era un león del invierno.
Lo había encontrado en las afueras del muro de Friez, un día en el que paseaba con mi padre, me miró el cachorro de león y ronroneó, luego fue acercándose a paso ligero y trepó por los brazos de una pequeña elfina fría, de la misma manera en la cual ahora trepaba por los árboles.
Sonreí al recordar mis suplicas a mi padre para quedarnos con el solitario animalito que había aparecido en el corto desierto ártico que crecía después de los muros.
Las súplicas fueron aceptadas con la condición de que yo me haría cargo del animal, costase lo que costase. Como era una niña, acepté. Y desde ese entonces las cosas cambiaron, no sólo por el hecho de que ahora tenía que limpiar su mierda todos los días, sino que gracias a él ahora podría tener un acompañante.
No había teñido hermanos y tampoco los tendría, la tradición mandaba que un elfo solo puede casarse una vez en su vida y si enviuda no hay opción para volver a casarse, yo nací, pero mi madre murió en el parto. Jamás la conocí y siempre tuve a mi padre que muy pocas veces se encontraba en casa por atender asuntos en la corte del Rey Aeglos. El León se convirtió en mi amigo y en mi hermano y haría todo para defenderlo.
Hork se sentó en una rama mientras esperaba alguna señal de la carreta guriana con las provisiones necesarias. Sinceramente ahora preguntaba porque había aceptado el trabajo, no había conseguido mucha información más que: "consigue una caja de provisiones gurianas, tenemos entendido de que una carreta va a estar rondando la zona en las altas horas de la noche, rondando las dos mil trescientas horas".
No pregunté qué había en la caja, ni porque debía conseguirlas, solo sabía que recibiría una buena paga por eso.
Miré el cielo y me llamó la atención lo rojo que se tornaba el cielo al este de mi posición, a varios kilómetros al este. Como si se tratara de llamas oscuras o sangre coagulada combinada con humo, me sorprendió como las nubes se volvían densas y entendí porque el cielo en mi posición estaba han despejado y estrellado.
Miré hacia el camino que estaba justo debajo de la rama en la que Hork había decidido descansar. Yo estaba en su lomo y me sorprendía como la rama no se rompía por el grotesco peso del león del invierno que era mi mascota.
El Sabio de la corte de Aeglos al ver su crecimiento se sorprendió, la mayoría de los leones del invierno crecían a la mitad de su tamaño, sus lomos eran menos abultados que el de él y las piernas más cortas que las del animal que yo domaba, a su vez la melena de Hork era el doble de frondosa que la de cualquier otro León y se extendía como crines por todo su lomo y se extinguía en su cola.
No tardó mucho cuando escuchamos dos ruedas por el camino, miré a mi mascota y estaba con los ojos cerrados.
«Despierta». Ordené con mi mente a Hork. Hacía unos años que había descubierto aquella conexión con mi mascota. Jamás le conté a nadie sobre aquello.
El león abrió los ojos que brillaron en la inmensa oscuridad, se ladeó y me dejó caer en el techo de la carreta, que con el ruido de la caída se detuvo dejándome en la parte no techada de esta.
Allí habían dos guardias gurianos que miraron mi aparición sorprendidos, pasé saliva y luego alcé mi mano hacia mi boca para hacer una señal de silencio, pero los guardias poco a poco fueron acercándose hacia sus lanzas.
Hice ondear mi mano suavemente en el aire y pequeñas partículas de hielo surcaron el aire hacia las bocas y manos de los gurianos, las congelaron y estos se desmayaron a los segundos. Entonces Hork bajó de su rama sin hacer el mínimo ruido y se llevó al conductor de la carreta de la misma manera, mientras yo revisaba toda la zona de carga.
Nada.
Miré a Hork en busca de respuesta y el simplemente inclinó la cabeza en duda.
«Mierda». Pensé y entonces me acerqué a la parte techada de la carreta. Había una puerta bastante ornamentada, al abrirla estaba un guardia guriano apuntándome con su lanza.
—Vete pequeña ladrona elfa.
Traté de usar la misma magia que con los guardias de atrás pero está no surgió de mis dedos, entonces entendí lo que sucedía.
—¡Dije que te fueras! —gritó el guardia y bajó de la carreta, amenazante— ¡Estos son asuntos imperiales!
Miré dentro de la carreta y el rostro se me congestionó, dentro se hallaba el ser más influyente de toda Centaria, en las piernas del Emperador Decimosegundo de Guria se encontraba una caja, adentro de ella habían polluelos, del tamaño de un palmo. Despedían un humillo rojo que se adhería a su cuerpo.