De piedra y fuego
—Aquí te dejo forastero —miró hacia atrás el hombre que me había transportado— pero antes me gustaría conocer tu nombre.
—Y yo el suyo —dije cortésmente— nuestras tradiciones tienen un mismo origen —miré los rasgos del hombre— si bien eres mestizo la sangre de los hombres del sur corre por tus venas, creados por el fénix fuimos tú y yo. Mi nombre es Maego.
—Un gusto Maego, el mío es Bahuán.
—Que tu camino te lleve por tierras más agradables —miré al desierto y como el sol iba poniéndose a cada minuto que pasaba, el hombre tendría que quedarse— pero al parecer tu camino tardará, pero no se preocupe, Torre Alta no se moverá, la arena si.
El hombre bajó de su dromedario de doble joroba y observó el desierto, en el horizonte una espesa cantidad de arena cubría el sol y repentinamente oscureció.
—Nos esperan —dije mirando la entrada de la ciudad y escuchando los cuernos para que la cierren.
El hombre tomó las cuerdas que ataban la boca de su animal y lo jaló hacia adentro, lo llevó a unos establos mientras yo seguía mi camino, hasta que los tambores sonaron nuevamente.
—Maldita sea Ignis y el fénix —dije cerrando los ojos y acariciando mis sienes.
—Ven —escuché y el redoble se volvió más tribal y salvaje.
Sentí una mano tomar la mía y por un momento vi la figura de una mujer, se encontraba de espaldas, por su espalda hasta la cintura caía una ondulada cabellera dorada, ceñido a su cintura llevaba un hermoso brial de color azul, caía al suelo formando un espiral y las mangas se ceñían al brazo hasta el codo en donde se volvía holgado.
La mujer jalaba de mi brazo y solo yo podría reconocer esa menuda figura. «Helena». No estaba loco, era ella, si bien no podía observarle la cara su pequeña cintura era suficiente, sus delgados brazos también y su hermoso cabello.
Giró un poco el rostro y me di cuenta que era ella y cuando quise girarla y besarla. Desapareció.
Los tambores seguían sonando y ahora provenían de una construcción de piedra blanca que tenía al frente de mí. En un cartel de madera decía escrito "Hogar de Antigüedades de Ismá".
Miré extrañando el lugar, jamás había oído de él, pero parecía antiguo y olvidado, además el nombre Ismá era usado por los ignanos muy frecuentemente.
Abrí la puerta y lo primero que encontré fue un mostrador, allí se encontraba un anciano de alta estatura, ojos anaranjados y nada de pelo, fruncí un poco el ceño al notar el centenar de arrugas que surcaba su rostro y su extraña sonrisa cuando entré.
La casa estaba sucia y empolvada. «Esta será la antigüedad». Pensé mirando a los lados, cada esquina estaba llena de arañas y aparte de la habitación rectangular que pisaba, había otra con una cama.
—Tamborileo —canturreó el anciano— llegó el pequeño Tambor a reclamar su premio —sus ojos saltaban, inclinó la cabeza para la derecha— de fuego y piedra se forjó, con nueve sellos un alma cautivó.
—No debería estar aquí —dije y di un paso hacia atrás, pero me detuve cuando oí al anciano gritar.
—¡Ignano detente! ¡Ignano tú, ignano yo!
—No te comprendo.
—Acaso no los escuchas —dijo mirando por una pequeña ventana cuadrada hacia la Cordillera de Fuego. A Volcano, luego hacia mí.
Los tambores dejaron de sonar.
—Una mujer me trajo hacia este lugar.
—¿Una mujer? —dijo el viejo ignano mirando por todo el lugar— una mujer yo no veo, solo tus sombras, y el fuego es luz y la luz disipa a la oscuridad, las sombras son oscuridad.
El ignano se agachó y estuvo unos minutos rebuscando entre su mostrador hasta que finalmente retiró una espada larga y pesada.
Los tambores volvieron y el viejo ignano apretó su cabeza.
—¡Tómala! ¡Tómala, ya! —grito desesperado y con miedo tomé la empuñadura haciendo que los tambores dejaran de sonar— no he dormido en días —musitó.
El viejo caminó en silencio hacia su habitación y se echó en su cama, lo miré un instante y fue lo que se tardó en quedarse dormido. Miré la extraña espada.
Parecía hecha de piedra, la surcaban unas pequeñas líneas de color rojo, como grietas llenas de lava, grabado en la espada se encontraban nueve sellos. Una luz, una espesura, una planta, una gota de agua, una llama, un copo de nieve, unas ondas de viento, un rayo y un ojo.
Recogí una vaina de cuero negro que tenía las medidas de la espada, la coloqué allí y ambos objetos en mi espalda. Entonces salí de la tienda.
La calle se encontraba desolada, las puertas blancas de igual manera y gracias a los altos muros la arena no pasaba a la ciudad, aun así el aire era de lo más espeso.
Anduve en silencio hasta que una voz conocida gritaba desde las escalinatas de una posada.