El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

31. Frank VI

El siguiente movimiento

«¿Qué es un mago?». Lo primero que indagué, algo nuevo de estas tierras, algo que un extranjero como yo no entendería de su historia. Antiguos sectarios, de una orden milenaria, que fue destruida por un brujo. «Patéticos».

—Pero si fue hace diez mil años, ¿cómo es que un mago sigue vivo? —pregunté a Aegis mientras amanecía, nos dirigíamos a hablar con el Alcalde de los cuatro puertos.

—Eso es lo que no entiendo —acarició la parte de atrás de su cuello— los ébano odiamos a los magos y Sabios, se creían los conocedores del conocimiento del mundo cuando aquello no era cierto, los únicos capaces de ostentar aquello son los Cinco Monjes.

—A esos si los conozco.

—Esos cinco son tradición mundial —alzó las cejas— los Inmortales y primeros seguidores de Kerit, es increíble el conocimiento que poseen tales seres, pero da igual, aquello no es algo que le interese a mi señor —dijo burlón.

—A menos que conozcan estrategias de batalla muy sofisticadas para que puede ganar esta guerra en un santiamén —hice una pausa— no me interesan.

—Bien —sonrió el ébano y poco a poco vislumbramos a un grupo de cautivos que se encontraban de cuclillas.

Todos vestían bien, atuendos que valdrían un dineral por lo fino de la costura y los bordados de oro en estas. Todos llevaban camisas de un color neutro, un saco verde de algún pelaje animal tintado, con diversos ornamentos y bordados de oro, excepto un joven que llevaba una armadura plateada con dibujos a fuego de rosas y flores.

—¿Quién es el líder aquí? —dije Aegis poniendo un pie encima de un banquillo, la fuerza empleada hizo salpicar la arena mojada a los vestuarios de cada uno de los cautivos ocasionando su barullo.

—¡Mi ropa! —gritó una mujer que llevaba un ostentoso vestido.

—Cállate —dijo uno de los guardias petunes logrando que se dibujara indignación en los gordos y rojos mofletes de la mujer.

—No lo volveré a decir —dijo Aegis acercándose a los hombres— ¿Quién es su maldito líder?

—Está muerto —dijo el hombre de armadura de placas— mataron a mi padre por lo que ahora yo soy su líder —se puso de pie.

—¿Cómo no sabemos qué mientes? —me acerqué al hombre y lo tuve frente a frente, por fin alguien a quien pudiera mirar a la cara sin sentirme demasiado alto.

Su rostro era alargado y una barba de días cubría su mentón, llevaba el cabello hasta la nuca, este ondeaba en el aire a pesar de estar mojado, su nariz era aguileña, sus labios eran finos y no se notaban mucho alrededor de la barba, los ojos del hombre eran abiertos y atentos, de un profundo color marrón.

—Porque un caballero no miente —dijo con seguridad— y un caballero protege a los suyos por encima de la fama y el honor o cualquier placer mundano, pues los pobres o ricos son todos iguales, si quiere tómeme a mí, acábeme, pero a los niños y a las mujeres no se atreva a tocarlas.

—Pero si es el Viejo Código —dijo Aegis sonriendo con sorna— no lo oía desde —hizo una pausa de varios segundos— nunca lo había oído la verdad, pero si estudiado y no se citaba desde que las últimas resistencias de los Hombres de Occidente lucharon contra Kerit y perecieron.

—Sus costumbres vienen hasta la familia Greis y yo Ademaro Greis las cumpliré.

—Un Greis de Monte Alto de Camelot —dijo Aegis aún más sorprendido— ¿Qué hace un príncipe tan lejos de casa?

—Como dice usted, los Hombres de Occidente resistieron a Kerit años más, mis antepasados huyeron de las tierras elevadas cuando perdimos, llegaron aquí y nos hemos asentado desde entonces, este ha sido y será siempre mi hogar.

—Muy bien —dije— estos hombres —señalé a los que vestían bien y estaban aún asustados— morirán, tú por el contrario seguirás de regente en estas tierras, aceptarás las llegada de los Hijos de Roble en migración y serás mi vasallo.

—Si bien todo esto no me favorece, debo aceptar que estos hombre en la regencia de mi padre no fueron los mejores con la población —los miraba con desprecio— por lo que su condena es aceptada —carraspeó— los Hijos de Roble no tienen honor, son violadores y asaltantes, el dinero, la fama y los placeres mundanos lo son todo para ellos, pero mi posición no está para refutar su veredicto, acepto esta condición; y por último —se apartó unos pasos e hincó la rodilla en la tierra— puesto a que me has perdonado la vida, acepto formar parte de tus líneas y ten por seguro que no faltaré a mi promesa, pues Dios me ha encomendado a ser un hombre de honor.

—¿En qué crees, Ademaro?

—En un único Dios, el Dios de Camelot, aquel que mandó a su hijo para salvar a nuestra sociedad y destruir aquel paganismo que nos gobierna.

—Que interesante —sonrió Aegis— un católico como en los viejos relatos de Camelot. Nosotros aceptamos tus creencias, no nos llames paganos.




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