El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

37. Ojos Verdes I

El nuevo prisionero

—Hey —decía un hombre de unos treinta años— mi pequeña —me hablaba a mí— los reyes de sangre no confían en mí —una lágrima cayó de sus ojos —tengo que irme o me juzgarán y pedirán mi cabeza —giré la cabeza, o lo hacía mi recuerdo. Me encontraba en el cuerpo de un bebé— tienes los bellos ojos de tu madre —se le escapo otra lágrima— pero no tengas miedo, la sombra te cuidará mientras yo no estoy durante tu primer año, luego yo vendré y te sacaré de aquí —su mandíbula empezó a titiritar— luego volveremos con mami —se recostó en mis ropas y se puso a llorar.

Los sonidos de las grebas empezaron a resonar por toda la sala, mi padre se asustó y me dio un beso en la frente y huyó por una puerta trasera, de ahí unos veinte soldados entraron con las espadas desenvainadas.

—¿A dónde fue el endemoniado hombre de las pócimas? —preguntó el que parecía el líder, no da habían percatado de mi presencia.

—No lo sé, señor —dijo otro elfo de sangre que miraba todo el habitáculo, cuando solté un pequeño llanto— pero mire que tenemos aquí.

Todos desenvainaron las espadas y pararon para verme, como arte de magia todas las antorchas se apagaron y sembraron terror en los soldados.

—¡Es otra bruja! —dijo el líder de los soldados— que esos intensos ojos verdes no los nublen, mucho menos su ternura, si no nos llevamos a ese maldito alquimista a la cárcel, nos llevaremos a esta niña.

El líder me agarró y seguido por todos los demás elfos me sacaron de la cabaña, estaba lloviendo en el exterior y al frente de la puerta de la casa estaba el hombre que querían encarcelar, a su costado algo parecido a un espectro. Ambos encapuchados, el pelo negro de mi padre cubría su cara, sus ojos de un verde grisáceo miraban apenados a los soldados y a mí; a su lado había un ser asqueroso y repugnante, no tenía siquiera huesos, era una sombra materializada con dos vacíos en lo que sería el rostro, de estas salieron lágrimas y un susurro retumbó en mis oídos.

—Lo siento, cariño.

***

Abrí los ojos. Era aquel sueño otra vez, como todos los cumpleaños en los que soñaba con la sombra y con mi padre, me ponía triste.

La sombra había estado el primer año de mi vida y lo recordaba perfectamente, a diferencia del segundo año, del que no tengo memoria alguna. Recuerdo que siendo bebé lo veía como un amigo, quizás un padre para mí, fue el que me enseñó la magia y a cómo usarla, decía que en mis genes estaba el poder mágico y que sería una gran bruja.

Mi verdadero padre nunca volvió para sacarme de mi encierro y al año siguiente la sombra desapareció dejándome completamente sola, con un carcelero que con el tiempo se convirtió en mi amigo.

Sentí una tristeza y desolación inmensa, una lágrima rebelde escapó de mis ojos mientras mi mandíbula temblaba, golpeé el muro de mi celda y lloré. Floid había muerto por mi culpa.

Era el carcelero que me cuidó durante toda mi niñez hasta que cumplí los diez años, era imposible no encariñarse de uña bebé o una infante, por lo que me trataba como si fuera su hija. Me daba su almuerzo y el comía el mío, siempre se acercaba a ver si estaba bien y una tarde me dijo que me llevaría a vivir con él, su mujer y sus hijos. Fue una tarde en otoño cuando el elfo estaba por liberarme, pero nos atraparon otra vez, a él lo ejecutaron por traición y yo por querer defenderme usé los poderes que la sombra me había enseñado, pero finalmente me atraparon y colocaron en mi unos brazaletes de metal que impedían mi uso de magia.

Desde ese día cada año cambiaban de carcelero, y al nunca tener un nombre me empezaron a llamar Ojos Verdes, ahora tenía quince años y los cumplía ese mismo día.

—Deseo salir de aquí —dije en voz alta para llamar la atención del carcelero. Observé mi celda llena de marcas por día que pasaba, recogí una roca y dibujé un palillo más.

—Cállate y déjame dormir, suficiente tengo con no poder asistir a la boda del Rey de Sangre —dijo el carcelero, era alto y flaco, jamás dejaba que viera su cara y aquello me inquietaba, pero sabía que era calvo.

—Tengo los pantalones llenos de sangre, Carens —dije para irritarlo— tráeme otros.

—Tu castigo por ser bruja es dormir en tu propios desechos —dijo casi suspirando.

—Ojalá en otra vida seas mujer y cuando tengas tus periodos lunares sabrás los que se siente, maldito.

—Cuida esa boca, mocosa —dijo irritado— iré por tu estúpido pantalón.

Esperé sentada en la celda un largo rato a que el carcelero trajera el pantalón, hasta que por fin después de varios minutos llegó.

—Aquí está tu prenda —se acercó a la celda, encapuchado como siempre, sin que se le vea la cara, lanzó el pantalón por los barrotes— el otro déjalo por ahí, o tíralo por el desagüe.




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