El profeta
Varios días pasaron en el barco, Puerto Azul se encontraba a mas de diez leguas de viaje en barco, eso significaba varios días y no habían pasado más de diez.
Podría decir que estaba en mar abierto y el tiempo pasado me había enseñado las costumbres de muchos hombres que simplemente se dedicaban a pecar. Se embriagaban hasta la medianoche, tenían sexo todos los días con personas desconocidas o prostitutas que se habían subido al barco, pero lo peor era que maltrataban a la diosa, tirando desechos a su regalo de mayor extensión, como cerveza o excrementos.
—¡Basta! —grité después de que tiraran una cubeta llena de mierda y orina— ¡Están contaminando el regalo de Acqua!
La gente me miró extrañado y la mayoría siguió por su camino, ignorando completamente mis acusaciones, tenían cosas más importantes que hacer como caer en gula y emborracharse.
—¡Acaso no piensan en lo que tienen! —grité nuevamente y Dar se acercó a mí, guardando unos metros de distancia— ¡Piensan antes de dormir en aquello que los Diez les otorgan!
La gente seguía de largo, no era de importancia lo que yo tenía que decir, por ello apreté los puños y fruncí el ceño logrando que algunos hombres me vieran.
—¡¿Y qué es aquello que nos dan, supuestamente?! —gritó un hombre que se acercaba desde las barandas del barco— ¿Vida? Mi vida es tan desdichada como la tuya.
—¿Quién eres, hombre? Cuéntame, ¿por qué hablas así de tu vida?
—Mi nombre es Hansel, mi padre se llama igual que yo, lo digo porque mi vida no ha ido más que solo en declives, mi madre murió, mi padre enfermó, tuve que trabajar en este barco para que mi salario sea enviado a él para su buena salud, cuando regresé lo encontré campante en una taberna, borracho y con la nariz tan roja como una grana norteña, no lo soporte y me largué de ese condenado Puerto. Los Dioses no me han dado una vida.
—Tal vez no te han dado la mejor vida, Hansel, pero es para que aprendas.
Alcé la vista y pronto un círculo de personas se encontraba a mi alrededor, expectantes de lo que podía decir acerca de los Dioses, así que hablé.
—Los Dioses nos prueban, nos tientan para que nosotros rechacemos los impulsos y lleguemos a la iluminación con la paciencia, los Dioses no son buenos ni malos, pero son pacientes y debemos aspirar a ser como ellos.
—¡¿Por qué?! —gritó una voz de entre la multitud, un anciano de vigorosa voz, de ojos oscuros como la noche y la piel muy arrugada pero firme, de tez blanca y un extraño mechón de color blanco— ¿Por qué aspirar a ser como alguien que abandonó al mundo a su suerte?
—Nos otorgaron la libertad de decidir —respondí y antes de añadir más este me interrumpió.
—Pero acaso no nos creó Kerit, los Dioses no merecen nuestra adoración, utilizan una especie de magia macabra como la magia de la muerte para alimentarse de nuestra fe, son egoístas y solo buscan ser más fuertes.
—¡Eso no es cierto! —di un paso hacia el frente, que logró hacer retroceder a la gente que estaba frente a mí, pues una extraña brisa salió del mar y de mi cuerpo hacia esa dirección— los Dioses nos salvan día a día...
—Pruébamelo —interrumpió el anciano.
—Ellos me salvaron, ella sobretodo y yo la he visto, por eso te digo que es real, tan real como tú y yo.
—No es una prueba, anciano —dijo acercándose al espacio que creo el círculo de la gente.
—Tu también eres un anciano, quizás hemos vivido el mismo tiempo y me parece ilógico que no creas en los Diez.
—He vivido mucho tiempo, quizás más que tú y no creo en ellos porque nos abandonaron.
—¡Siguen aquí! Pero necesitan de nosotros para crecer juntos.
—No me interesa —se acercó todavía más, de hecho estaba tan cerca que podía sentir su respiración pausada— no quiero que prediques a tus dioses en este barco —me dijo solamente a mí— esta gente seguirá mis órdenes.
Sus pupilas se dilataron dándole una oscuridad más pronunciada a sus ojos, un pequeño fastidio en mi cabeza y en mis ojos me hizo retroceder y aplastarlos como si tratara de sacar una legaña, miré al hombre y por un segundo vi sus ojos ciegos, protagonizando al personaje de mis pesadillas: Draegan; pero parpadeé y sus ojos volvieron a ser negros como la noche.
—¿Quién eres? —pregunté.
—No te interesa, Aleidón —dijo y se marchó, dejándome consternado.
Dar me miró de reojo, comprendió mi estupor y el también se sentía extraño, ¿cómo sabía mi nombre? Cientos de ideas recorrieron mi cabeza, si era el capitán, definitivamente tenía un gran disgusto con los dioses, y que podría ser Draegan, el vampiro que mató a los magos, pero era improbable, pues sería un hecho de hace diez mil años.