El Juego del Tiempo - Leyendas de Verano e Invierno 1

52. Maego VI

Amarrados

La última nave se acercaba rápidamente, llevaba muy poca tripulación y lo que necesitaba en ese momento era ropa, ya que el lugar en el que estábamos presentaba nevadas y hacía mucho frío, y añadiendo la elevación, sentía mi cuerpo languidecer.

La nave llegando a la Costa no descendió su velocidad y desde la cubierta saltó Martin muy enfadado y ya seco con la espada de Igno en la mano.

—¿Dónde está tu madre? —dije tranquilo, pero el muchacho no tardó en gritar con los ojos encendidos en un naranja curioso.

—¡Es todo tu culpa! —dijo saltando con la espada que tuve que bloquear con las manos.

—¡Martin, detente!

Los ojos del muchacho reflejaban odio, ira y un deseo incontrolable de soltar todos los impulsos guardados hacia mí durante toda su vida, hacía tal presión con la espada que logró tirarme al suelo y poco a poco causaba grandes heridas en mis palmas.

—¡Detente! —repetí antes de sentir los ojos como si fueran el mismísimo volcán.

Levanté la pierna y pateé el abdomen de mi hijo que cayó arrastrándose en la arena, mientras yo seguía con la hoja de la espada en la mano, esta vez la empuñé mientras las heridas ardían inimaginablemente.

Martin se levantó de la arena de un salto y se acercó a Wallace tomando su espada, caminó hacia mi posición y asestó una estocada que bloqueé con mi espada, logrando encender en llamas la de mi hijo. Sorpresivamente no la soltó y arremetió contra mí un par de ocasiones más hasta que su espada se partió en dos y parte de ella se apagó al caer en la arena, deformada y derretida.

—Por tu culpa murió mi madre —dijo con el ceño fruncido, soltó lo restante de la espada y se acercó a Wallace nuevamente, que le entregó algo que no pude divisar.

Pero en muy poco tiempo me di cuenta, cuando Martin giró bruscamente y lanzó un hacha de hierro que dio exactamente en mi pecho logrando que cayera al suelo.

—¡Hijo de perra!

Escuché de él, luego sus pisadas tomando mi espada. Pero no fue lo último antes de desmayarme, muchas pisadas y golpes de metal se acercaban a nuestra posición.

—Están detenidos por orden del Maestro Herrero, Ulfr, el Morado. «No».

***

Se balanceaba la superficie en o que me encontraba, y un ardor recorría mi pecho con cada brisa matutina que recorría. De vez en cuando se sentía punzante cuando por encima de la herida se pasaba algo mojado. Abrí los ojos y noté que estaba en una carreta e íbamos hacia al frente, por unos caminos empinados que quizás pronto nos llevarían a Heldimir.

Frente a mí se encontraba Martin, con las manos amarradas había conseguido dormir sentado. Wallace con la espalda descubierta y marcas de látigos se encontraba recostado igualmente con las manos atadas. No quedaba nadie más.

La carreta era jalada por caballos y dirigida por un hombre de baja estatura, con un casco y capa moradas. En la parte trasera donde estaba yo se encontraba otro enano con un paño húmedo en su mano. También se había quedado dormido y siguiendo a la carreta una docena de enanos.

La luz ya estaba cayendo con fuerza pues el cielo estaba despejado, pero muy a diferencia de Igno, allí no hacía calor.

—A d-donde n-nos llevan —dije con dificultad, tenía la garganta seca y me ardía todo el pecho. Felizmente la herida no fue profunda.

—Ulfr quiere saber de ustedes. Tienen suerte de que está de humor y cerca, en La Forja del Águila.

—Tengo que ir ahí... m-mi —cerré los ojos pues sentía golpes en las sienes. «Mi espada»— mi espada.

—¿La negra? —dijo el enano— está en ese saco. No tienes permiso de tocarla en nuestra vigilancia, pero a Ulfr le interesará saber lo que haces con ella.

—¿Quién es Ulfr? —preguntó Martin que se despertaba, pronto el enano mostraba una cara de asco, y tendría sus razones. Antes habían más del doble de enanos.

—Tu silencio, hombre. Si no quieres acabar como tu compañero —dijo el enano del paño, que también había despertado. Todos eran muy similares: de rostro y de voces.

Martin refunfuñó y se calló, de pronto solo hubo silencio. El enano indicó a sus caballos, que eran gruesos y achatados que girasen a la derecha, por el camino empinado, subiendo hasta la Forja del Águila.

Miré hacia atrás un momento y distinguí un frondoso bosque, era maravilloso y en medio de este se extendía un gigantesco árbol. Y saliendo por el camino del bosque hacia nuestra misma dirección, una maraña de cabello rojo, acompañada de un sujeto viejo, un joven y un niño, subían a paso lento, tanto que los perdimos de vista.

La carreta subió lo suficiente hasta llegar a las cadenas montañosas, los enanos nos bajaron a Martin, a Wallace y a mí; y dejaron su carreta en un pequeño establo a mitad del camino. El enano con el que había estado hablando bajó de los caballos y fue entonces que comprendí porqué los llamaban enanos. Llegando a poco por debajo de mi pecho el enano mostraba mucho más grosor que yo.




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