El Juego Maldito (Ñahui)

El Miedo Está Aquí

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Gritó con todas sus fuerzas al sentir como aquel esquelético cuerpo se lanzó sobre ella, podía sentir como la boca se le llenaba de algo espeso, como sus brazos nos responden a sus órdenes, una extraña sensación de estar ahogándose y no poder ser escuchada. El pánico la llenó por completo, en su cabeza se imaginó dando patadas, pero nada funcionaba.

Su nariz se llenó con ese fétido olor a carne podrida, sentía claramente como el suelo temblaba bajo ella. A Jeanine se le heló la piel, en un punto casi podía sentir como se congelaba, al segundo la piel le ardía, sus manos estaban inmóviles, sus dedos comenzaron a engarrotarse; sus piernas dan sacudones...

Grito lo más fuerte al sentir todavía ese peso sobre ella, mientras sus dedos parecían romperse hueso a hueso. No podía abrir sus ojos, pero lograba sentir a alguien sobre ella, alguien que la está afectando lentamente, tragándose toda su energía, toda su valentía, todo lo que Jeanine es.

— ¿¡Señorita!? ¿¡Señorita?! —aquella voz no la sacaba de su trance, solo sentía como su cuerpo empezaba a convulsionar—. ¡Responda, señorita!

Sus ojos se abrieron de golpe y miro a un hombre con unos ojos oscuros, una cara quemada por el sol y un bigote blanco. Se miraba preocupado, muerto del miedo y suplicando por que la chica que estaba en el suelo reaccionara.

—Me... ayuda a poner de pie, por favor.

—Sí, claro —el hombre la agarró del antebrazo y la ayudo a ponerse de pie. —. Señorita, ¿qué le ha pasado?

—No lo sé —un dolor agudo en la cabeza comenzó—. Me duele mucho la cabeza...Creo..., creo que solo fue un simple desmayo.

— ¡Oh, yo sé que fue un desmayo! Pero caer al suelo y comenzar a gritar no es algo normal.

Lo mencionado por el hombre la dejó completamente helada. Era como estar escuchando un momento exacto de terror y miedo. No tenía que decir, ni una palabra para llevarle la contra a aquel hombre que aún lucía pálido y preocupado.

—Lo siento, señor. Tuve una crisis nerviosa, fue..., fue solo eso —el dolor de cabeza estaba agujerándole el cerebro a cada palabra que daba.

—Le doy un consejo, señorita. Vaya por un médico. Hoy en día se presenta muchas enfermedades nuevas y es preferible... buscar soluciones antes que lamentar.

—Tomaré mucho en cuenta sus palabras, señor. Y de nuevo, muchas gracias.

El hombre desapareció por una puerta de un local de venta de artículos de madera. Jeanine se acercó al local donde el hombre entró. El señor de bigote dejó algunas herramientas en una mesa y apago la luz del fondo, marchándose por una puertita. Los ventanales comenzaban unos cincuenta centímetros desde el suelo hasta al ras de la puerta principal. Tenía en letreros grandes el nombre del local, «Belleza En Madera», las luces de las vitrinas que dan a la calle estaban encendidas, mostrando los trabajos del hombre. Dentro del lugar se veían muebles, roperos, camas de media plaza algo sencillas, tocadiscos e incluso una mecedora que tenía sobre ella una muñeca...Era una muñeca de porcelana, con rizos dorados y perfectos que caen como serpentinas por los hombros, unas pestañas postizas muy rizadas, unos ojos azules vivaces, aquellas mejillas rosadas y metida un vestido turquesa y un sombrero de encajes del mismo color. De tan solo verla, cualquiera podría jurar que parecía una niña de verdad.

Le parecía curiosa y casi pudo jurar que le guiñó el ojo. Se acercó a la vitrina aún más y entre más pasos daba al cristal doble del local, más podría jurar a los cuatro vientos que la muñeca le estaba guiñando los ojos.

Los faroles de la ciudad se encendían lentamente y podía ver su reflejo en el cristal hasta que miró algo espantoso. Se podía vislumbrar una figura en el cristal, como un reflejo, pero ella estaba segura que no podía estar dentro del local...A Jeanine le saltó el horror por sorpresa, la figura era de una mujer, con un vestido blanco y largo que le da hasta la rodilla, con el cabello reseco y tapándole la cara en su totalidad. Era una niña, que se podía ver en terribles condiciones. Sus brazos eran demasiado blancos, de un color como el papel, tenía raspones y costras que le daban tonalidades oscuras.

El olor a carne podrida comenzó de nuevo a inundar su nariz... por el reflejo del cristal podía ver como la pequeña se acercaba más y más.

Su corazón latía con fuerza, el miedo la agarro por completo, sus piernas comenzaron a temblar, sus dedos se sacudían con violencia.

Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo. No tenía otra opción, tomó valentía de donde no tuvo y se giró encontrándose con una calle empedrada vacía y la oscuridad misteriosa escondiendo algo de la luz.

Se giró de nuevo y la mecedora se encontraba vacía. La muñeca había desaparecido, ¡pero eso era imposible! ¡El dueño de la mueblería se había ido!

Y sus ojos vieron muy claramente como la mecedora comenzó a mecerse, de adelante a atrás, primero despacio, como si un cuerpito muy débil le aplicara una minúscula fuerza. Hasta que empezó a hacerlo más rápido y más rápido. Jeanine podía sentir como aquel objeto hecho de madera podría alzarse de sus patas y salir disparado de donde estaba. Con un movimiento rápido se quitó de enfrente de la vitrina. Esperando el estallido de los vidrios, pero nada pasó.

Su fuerza se veía tirada al piso. Sentía como una fuerza sobre natural la estaba asechando, contándole los pasos, fijándose en cada movimiento que daba. Era un verdadero terror. Un asombroso temor que solo podía resumirlo con palabras fáciles: Una verdadera maldición.

 

ǁǁ

 

La pequeña Brianna no podía pasar ni un segundo más en su habitación. Ella no quería entrar, todo lo que estaba dentro de ese lugar la espantaba. Sin contar que estaba más sensible de lo normal. Cualquier movimiento provocaba un brinco. Pero no era la única de la familia que se encontraba así. Mirla tenía los nervios de punta, Susana, la madre de la pequeña Brianna tampoco había podido dormir en calma la noche anterior. Ella sabía que algo le había ocurrido en aquella habitación. Ante las negativas de su hija de quedarse en la habitación que siempre había dormido, se decidió darle la que estaba desocupada. Aquel cuarto que la mujer mayor de la familia usaba como taller de manualidades.




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