El Juego Maldito (Ñahui)

El Libro De Los Engendros

El inicio del viaje comenzó y las familias buscan desesperadamente una solución. Harold se embarca en el viaje acompañando a Jeanine. Fernando, el hermano de Mirla decide acompañar a la chica. Cayetana y Manuel van con su hija Tábata.

Todos los viajeros pasaron por migración, les revisaron el equipaje y subieron en el avión. Cada uno en sus respectivos asientos, con un ahogo en su pecho y un grito silenciado.

—Cuando decía de planear un viaje juntos, jamás pensé que sería de está forma —Harold pasa su brazo por el cuello de Jeanine, mientras está se apoya en este.

—Siempre pensé en ir a París, a Nueva York, como las chicas 'diferentes y nada comunes' lo preparan en sus vidas. Pero ir a Sur América, no es tan mala idea. Claro que, es cierto que no son de las mejores condiciones.

Harold sabe que a pesar de todos los intentos de Jeanine de mostrar seguridad y confianza, ella por dentro es una mar de miedos.

—Leí en un mensaje de hoy, que a las situaciones más severas, solo se les pone un poco de positivismo para transformarla.

—Deteste esa forma de siempre de verle el lado bueno a las cosas —refunfuña la chica con gracia, como si de nuevo estuvieran en las finas mieles de un dulce romance.

El avión se elevó lo que más pudo, con el motor sacudiéndose, las alas planeando y dejando atrás una estela en el aire. Luego de cinco horas de viaje, llegaron a la ciudad capital. Tomaron sus maletas y se embarcaron en un bus, donde estuvieron en dicho vehículo por dos horas más, hasta llegar a una ciudad de cerca de 50 mil habitantes. Fueron a un hotel de paso, dejaron sus maletas, descansaron por cerca de cuatro horas y salieron de nuevo rumbo a buscar a la bruja de la que tanto han estado escuchando.

El trayecto hacia llegar a ella fue muy corto, de cerca de veinte minutos. Cuando se pararon cerca del lugar, se dieron cuenta que la morada de dicha bruja, realmente daba espanto. Era una casa muy antigua, su color café oscuro daba una versión anticuada y tétrica, la casa tiene cerca de doce ventanas frontales, pero diez de las mismas están tapeadas. En el jardín hay mucha hierba seca y la tierra es pobre, cuarteada, como si no hubiera llovido años en esa parte. La reja principal está doblada y la puerta de la entrada también.

—¿Están seguros que ella vive aquí? —pregunta Fernando.

Tábata se acerca a la reja principal y apunta un doblado letrero.

«Se lee el tarot, se hacen posiciones para curar males, cremas de belleza y demás peculiaridades.»

Van entrando uno a uno por el lugar, el sendero es fino hasta que avanzan hacia el pórtico, donde Augusto pisa con delicadeza el primer escalón, la madera cruje y un gruñido sale de la propiedad.

—¡¿Quién anda ahí?!

Era una voz femenina, pero muy rasposa, como si la persona que hablara tuviera mucha flema en sus bronquios.

—Somos visitantes —contesta Augusto—. Hemos venido a ver a la señora Adalgisa.

—¡¡Señora nooo! —corrige la mujer—. Es la Bruja Adalgisa. ¡La gran Bruja Adalgisa!

Augusto casi pudo sentir que le dio un insulto a aquella mujer. De las sombras aparece una mujer de casi cincuenta años, de cabello castaño claro, de figura muy encorvada, demasiado horrenda para ser verdad. La señora tenía una nariz larga, y su cuerpo muy gordo, sus cachetes parecían más dobles de lo normal, su papada es gigante y no se notaba su cuello.

La mujer les dice que pasen, mientras a pasos cansados y muy torpes, los permite pasar. Para sus seguridad, el lugar por dentro era igual de tétrico que por fuera. Es un lugar muy grande, del techo cuelgan muchas plantas medicinales, hay muchas vitrinas que tienen objetos muy extraños, hay tres grandes calderos en el fondo, hay demasiadas mesas y todas están atiborradas de frascos, de libros, de instrumentos raros.

—¡Adalgisa! —grita la regordeta mujer—. Te buscan.

—¡No grites, Marciala! ¡Silencio, gorda apestosa! El menjurje no se hará si me irritas.

Todos los presentes miran al ver a una mujer que voltea de golpe. Es una señora de más de sesenta años. Es curca pero alta, su cara es muy arrugada, llena de pliegues extraños, varias marcas que parecen ser de antiguas quemaduras. Viste ropa negra y larga, además de llevar un turbante en la cabeza.

Jeanine logró percatarse que la mujer es un poco ciega, puesto que mueve demasiado la cabeza hacia donde quiere ver y se acerca demasiado.

—¡Marciala, has sido una tonta! —se queja, dejando de mover lo que tiene dentro de la olla—. Jamás me has dicho que son invitados o posibles clientes... Ajam, ajam, ajam. Bien, veamos qué los trae a un grupo tan selecto por aquí... ¡Ah! Disculpen la escasa cordialidad de mi ayudante, la gorda Marciala.

La mujer rechoncha hace un ademán de poco interés y se voltea a comer algo. Aún así, presta total atención al grupo que su maestra tiene enfrente.

—Señora Adalgisa...

—Bruja, mi estimado —corrige la mujer, acercándose más a Augusto—. Prefiero los términos correctos.

Jeanine comienza a caminar por la habitación, mientras Augusto le cuenta el dilema, en tanto ella escucha con atención. A lo lejos, la chica camina hacia un libro muy curioso que está bajo varios frascos de extraños contenidos.

El libro tiene un encuadernado de cuero negro, con sujetadores en el centro. Jeanine toma el libro con su mano derecha y despliega el libro ante sus ojos. El peso es sorprendente, pero al parecer todo se debe a las gruesas hojas del manuscrito. Cada hoja está escrita con tinta negra, pero sobre estos dibujos, hay muchas manchas de sangre, huellas dactilares y gotas que al parecer cayeron sobre este.

En el texto, se pueden ver dibujos hechos a manos de seres muy extraños, animales con dos cabezas, serpientes con cuerpos humanos, lo que parecen ser fantasmas.

—... Por todo lo que nos hemos dado cuenta, las chicas iniciaron el ritual Ñahui sin querer.




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