El Juego Mortal

Capítulo VII: "Mariposa Negra". (Parte 1).

José Escalada, vestido con su traje blanco, les rogó a sus superiores que le dieran una oportunidad a su hijo.

—Está muy cerca del nivel final —se puso de rodillas—. Aún le quedan dos vidas…

—Está tardando demasiado. La única oportunidad que tendrá él será si participa del juego de la hija número quinientos.

—¡Todo sea por la supervivencia de Ariel!

 

 

Mariana estaba furiosa con José. Él fue uno de los secuestradores de su hija. Él incitó a los jefes para que los muchachos trabajaran juntos.

¡Egoísta hijo de puta!

—Por lo menos dígnense a poner facilitadores en el juego —reclamó a sus superiores, con los ojos rojos a causa de la furia—, hasta ahora la Cabina ha sido tan difícil que ningún chico superó el décimo nivel.

—Desde ya, armas, no. No permanentemente. Artefactos mágicos, puede ser —comentó uno de los Jefes—. Se mantendrán los ayudantes.

—¿En qué nivel lo recibirá Abril? —preguntó Mariana con interés.

—Si supera el quinto, recibirá su ayudante… pero recuerda: éste juego será guiado por las decisiones que tome tu hija. El algoritmo cambiará dependiendo del camino que ella escoja.

 

Las visiones aparecieron justo cuando entré en el Nivel Siete. Me encontraba arrodillada, con las manos apoyadas en el suelo, y el rostro húmedo.

Había estado llorando.

Gracias a las imágenes que había recibido en mi cabeza, había descubierto que:

Ariel estaba en mi juego. Ahora tenía sentido que todas las personas que había conocido (exceptuando a los caníbales del quinto nivel), hablaran español argentino.

Las decisiones que tomaba cambiaban aleatoriamente nuestro rumbo. Supuse que eso tendría que ver con la aparición de las Puertas Doradas, a lo mejor existían diferentes puntos específicos donde se hallaban escondidas y cada una nos dirigía a un nivel diferente.

Jacinto y Nicole eran ayudantes, no participantes. Ariel ya conocía a Jacinto en su Cuarto Nivel, pero quizás se lo asignaron como asistente en el quinto nivel.

Otra ayuda: los amuletos. Podíamos llevárnoslos puestos durante diferentes niveles… a diferencia de las armas, que sólo servían para un único momento.

No le contaré a nadie lo que sé. No les daré ventaja a los “Cabineros”.

Papá, tío, Corina… espérenme. Volveré.

—Abril… ¿Estás bien? —la voz de Nicole me trajo de vuelta al juego.

—Sí —mentí y me puse de pie.

Debía disimular. Pretender que todo estaba en orden.

Nos encontrábamos en una aldea prácticamente abandonada. Había casas de ladrillos arruinadas, calles de tierra sin señalizar y algunos árboles sin podar cuyas copas estaban descansando sobre algunos tejados.

—Echémonos a andar —sugirió Ariel, escaneando los alrededores con desconfianza—. La Puerta Dorada no aparecerá frente a nosotros.

¿En dónde nos encontrábamos? ¿Qué nos esperaría para este nivel?

Mientras nos adentrábamos en el pueblo, pudimos ver a algunas personas dentro de algunas casitas. La mayoría vestía de forma harapienta.

—¿Esos son puestos de venta? —Jacinto señaló hacia adelante.

Los argentinos los llamaríamos “artesanos”.

Algunos aldeanos exponían colgantes con mariposas brillantes —había una plateada que realmente llamó mi atención—, muñecos de cera, y algunos adornos hechos con plumas. Me llamó la atención las esferas de cristal que tenían nieve en el interior.

—No toques nada —Ariel me susurró al oído—. Puede ser una trampa.

—Ya lo sé —desconfiaba más que nunca de la Cabina de la Diversión.

En el centro de la pequeña aldea, había un edificio antiquísimo pero que se veía en buenas condiciones. Estaba pintado de blanco y sus paredes se hallaban decoradas por enredaderas de un verde brillante. Las puertas eran de cedro.

De pronto, una mujer salió de la edificación. Usaba un conjunto de terciopelo escarlata. La falda era larga y holgada, y su abrigo estaba abotonado hasta el cuello. Lucía unos zapatos puntudos, y su cabello dorado, recogido. Debía tener alrededor de unos cincuenta años.

La señora se nos acercó y le entregó a Ariel un folleto del tamaño de un sobre A4.

Éste lo abrió.

—Está en blanco —observó Jacinto, espiando por detrás del hombro del joven Escalada.

—Tengan paciencia —comentó. Sus ojos brillaban de interés.

Me pregunté qué nos esperaría en este nivel.

—¡Aparecieron! —exclamó Ariel.

Me paré detrás de él, y leí la letra negrita y en imprenta minúscula:

 

Nivel Siete: La Aldea Perdida.




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