El Juego Mortal

Capítulo XII: "La decisión más difícil". (Parte 3)

Cuando abrí los ojos, me encontraba en el interior del refugio, sobre una especie de colchón. Me senté como pude: me sentía dolorida y descompuesta, pero al menos, estaba viva.

Había desperdiciado la tercera vida. Nuestra última oportunidad.

—¿Estás bien? —Ariel se encontraba a mi lado—. Moriste, pero reviviste. Menos mal que ganamos ese premio, sino… —dejó la frase inconclusa.

No respondí. Me dolía muchísimo la cabeza.

Observé el lugar: había menos de la mitad de las personas que había contado cuando ingresé al nivel. Me dolió el alma al darme cuenta de que faltaban varios ancianos.

Aquellos que se encontraban sanos, estaban ayudando a los heridos. No vi a José por ningún lado.

—¿Estás bien? —repitió Ariel, acariciándome el cabello—. Estuviste dormida varias horas.

Él tenía los ojos rojos ¿Había estado llorando?

—Estoy bien —mentí.

¿Quién lo estaría?

Nos encontrábamos luchando por nuestras vidas porque una sociedad inteligente nos había secuestrado al cumplir dieciséis (gracias a ellos, sólo habían desaparecido dos chicos de dieciséis por país ¡Nadie relacionaría esos secuestros, más si ocurrían en tiempo aleatorio!).

Asimismo, habíamos perdido a nuestros amigos, y yo a mi madre…

Por cierto ¿Dónde estaba José? Seguía sin verlo.

Ariel me tomó las manos, y me las besó. Luego, se echó a llorar.

Esto no es normal, pensé ¿Qué mierda había pasado?

A pesar del dolor que guardaba en mi interior, su gesto me conmovió profundamente.

—¿Qué…? —la voz me sonó ronca.

—Mi papá… murió —sollozó—. Él me robó el collar de agua marina para abrir por sí mismo el búnker. Lo llenaron de balas.

Al final, sí había logrado protegerlo. Sentí una punzada de dolor.

Ariel temblaba de pies a cabeza, y no me soltaba las manos. No sabía qué hacer para consolarlo.

Entendía perfectamente el horror que debía de estar sintiendo. Yo también había sido testigo de varias muertes a lo largo del juego. Yo también me había reencontrado con mi madre, y la había vuelto a perder.

—Lo siento mucho —balbuceé.

Con un nudo en la garganta, lo abracé. Lo abracé tan fuerte como pude, y me eché a llorar con él.

Las palabras sobraban. Ninguno de los dos sabía con certeza qué sucedía con nuestros padres luego de que muriesen en el juego. Ninguno de los dos sabía con certeza si ellos estaban en coma, si los habían liberado o si los habían asesinado. Ninguno de los dos sabía nada… Sólo sabíamos que los habíamos perdido. A ellos. A Jacinto y a Nicole. Y a la gente de la realidad virtual, que en algún momento debía de haber sido real.

—Si vos no hubieras venido a buscarme, habría perdido el juego —el aliento de Ariel me acarició el cuello—. Tenías razón. Mi padre lo supo antes que nadie, y por eso se arriesgó a ser él quien abriera el búnker mientras yo atacaba con mi pulsera —se le quebró la voz—. Yo… yo siempre estuve enojado con él… Saldó su deuda económica estando acá, pero… siempre fui agresivo… nunca le dije… nunca le dije… —se echó a llorar ruidosamente.

“José es así. Tiene un carácter de mierda, una moral cuestionable… pero, a su manera, quiere a su hijo”. Eso había dicho mi madre.

Yo lloré con él. Lloré con él porque sentíamos lo mismo. A pesar de sus defectos, jamás hubiésemos querido que nuestros padres tuvieran ese destino.

Su amor por nosotros había sido tóxico, nos habían lastimado y nos habían dejado heridas irreparables en nuestros corazones. Sin embargo, verlos partir una vez más era una tortura.

—…nunca le dije… nunca le dije que lo extrañé durante todos estos años —finalizó.

—Yo tampoco —le acaricié la espalda—. Yo tampoco se lo dije.

Sollocé ruidosamente. Me sentía muy amargada. Si no contara con Ariel, estaría perdida.

Pronto, uno de los ancianos que había sobrevivido al ataque nos tocó el hombro y dijo:

—Jugadores.

Alzamos la vista.

Todos los refugiados se habían dividido en dos grupos, dejando una especie de pasillo angosto en el medio… el cual daba directamente hacia una enorme y brillante Puerta Dorada.

El final ha llegado, pensé.

Nos pusimos de pie.

—Es hora de irnos —comenté, con la voz quebrada.

Miré a Ariel, y recordé que, posiblemente, él ya tuviera diecisiete años.

Con lágrimas en los ojos y el estómago revuelto por las emociones, musité:

—Feliz cumpleaños, querido.

Él me miró con confusión, y luego, asintió. Posiblemente se había olvidado de su cumpleaños.

En ese momento, todos los refugiados empezaron a aplaudir.

—¡Feliz cumpleaños, Ariel! ¡Sean libres!




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